El primer día de la semana, de madrugada, cuando todavía estaba oscuro, María Magdalena fue al sepulcro y vio que la piedra había sido sacada. Corrió al encuentro de Simón Pedro y del otro discípulo al que Jesús amaba, y les dijo: "Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto".
Pedro y el otro discípulo salieron y fueron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió más rápidamente que Pedro y llegó antes. Asomándose al sepulcro, vio las vendas en el suelo, aunque no entró.
Después llegó Simón Pedro, que lo seguía, y entró en el sepulcro: vio las vendas en el suelo, y también el sudario que había cubierto su cabeza; este no estaba con las vendas, sino enrollado en un lugar aparte. Luego entró el otro discípulo, que había llegado antes al sepulcro: él también vio y creyó. Todavía no habían comprendido que, según la Escritura, él debía resucitar de entre los muertos.
Pero no podías descansar, ni siquiera en aquel sábado. ¿Qué hiciste en el día séptimo más solemne de la historia? Descendiste a "los infiernos ", al lugar de los muertos, como proclamamos los creyentes; lo cual dice, si no se me enfada algún teólogo:
- el realismo de tu muerte; de verdad entraste en "la morada de los muertos";
- la grandeza de tu victoria: vencido por la muerte, la venciste tú a ella;
- la reconciliación conseguida con tu lucha: cielo, tierra, abismo, te están para siempre sometidos; descendiste al abismo como Salvador, y obligaste a la morada de los muertos a restituirte las almas de los justos que habían de tomar parte en tu cortejo triunfal.
Cumplida tu tarea terrena, volviste al Padre; pero llevaste contigo algo que antes no estaba en el cielo: tu cuerpo, verdadero cuerpo humano, que ya está entronizado, glorificado, vestido de la misma majestad del Padre. Por eso, en el día de tu Ascensión cantamos: "¡Aclamad a Dios con gritos de júbilo!... Dios asciende entre aclamaciones, el Señor al son de trompetas" (Sal. 47,6). ¿Qué aclamaciones escuchaste cuando subiste a la derecha del Padre? Y unos días después, en Pentecostés, ¿qué grito de júbilo brotó de los labios de aquellos ciento veinte hermanos congregados por tu Madre en el Cenáculo? ¿Dónde encontrarían tus apóstoles una fórmula breve e intensa que expresara su estupor ante "las grandes obras de Dios" (Hech. 2,11)?
Pienso que no tenían que ir muy lejos; les bastaba una palabra que habían repetido cientos de veces: ¡Aleluya! Al comienzo y al fin de tantos salmos la habían rezado contigo; ahora la decían para ti, que eres su Dios (Cf Jn. 20,17).
Nosotros la decimos sin traducir, pronunciándola aproximadamente como sonaba en tu casa de Nazaret (hallelú Yah = Alabad a Yavé). La Biblia suele ofrecernos alabanzas motivadas ("alabad a Yavé, porque…"), y tú mismo alabaste al Padre porque había revelado sus secretos a los pequeñuelos. Pero, cuando cantamos ¡Aleluya!, nuestra alabanza es gratuita, llena de alegría; como lo sería nuestro espontáneo "¡Bendito sea Dios!", si no lo proclamáramos a la ligera. Tus antepasados del Antiguo Testamento tenían buenos motivos para cantar Aleluya, pero nosotros tenemos el motivo importante, de esta celebración: Tú mismo. Sí; para recibir tu palabra, tu presencia, tu acción salvadora, la procesión con el libro de los Evangelios ha provocado la exultación de cientos de aleluyas, hasta el regodeo. Melodías que, suben hacia los cielos que tú abriste en tu Ascensión, cuando te fuiste a la casa paterna.
Recordarás que hace no muchos años ese canto se nos reservaba como específico de este tiempo pascual: > que eran este tiempo bendito. Tiempo para ovacionar tu victoria sobre la muerte, el último enemigo que aún queda con vida (cf 1 Co. 15,26); para confesar tu divinidad (Tú, Jesús, eres Yavé, a quien cantamos); para afirmar esperanzados que sigues con nosotros hasta el fin de la historia, y también después, en la patria definitiva.
Allí se oye el canto del coro celeste –miles, millones de voces-, el clamor potente de un gentío inmenso; "¡Aleluya! La salvación, la gloria, el poderío, son de nuestro Dios… ¡Alabad a nuestro Dios todos sus siervos, los que teméis, pequeños y grandes!... Llegó la boda del Cordero, su Esposa está preparada…" (Ap. 19,1.5.7).
Mientras esperamos el momento en que podamos verte cara a cara; mientras nos permitas cantarte, un Aleluya sin fin, te pedimos: que "nuestra oración y nuestro trabajo, nuestras alegrías y sufrimientos de hoy" suenen en tus oídos como anticipo de aquel canto nuevo, cuya melodía no podemos imaginar, pero que hoy estamos ensayando, como peregrinos y forasteros sobre la tierra.
"¡Dichoso el pueblo que sabe aclamarte!, caminará, oh Señor, a la luz de tu rostro" (Sal. 89,16).