Narran los evangelistas, que Cristo tenía la costumbre de retirarse a la soledad de los montes para hacer oración y pernoctar. En esta ocasión nos dice el evangelista San Juan, que los judíos estaban en la fiesta de los Tabernáculos, es decir viviendo en chozas para celebrar la recolección de los frutos. Muy de mañana Cristo bajó del monte y volvió al templo, para aprovechar la presencia de los peregrinos y enseñar su mensaje de salvación. Sentado no en la “Cátedra de Moisés” sino junto con los judíos del pueblo en una pequeña alfombra les enseñaba. En esto llega una chusma de judíos que traían a una mujer sorprendida en “flagrante adulterio” y la pusieron en medio. No les interesa en lo más mínimo aprender del Maestro Divino cómo hay que juzgar tal delito; lo único que pretenden es tenderle una trampa y poderlo sorprender en oposición a la ley de Moisés que según esa norma la adúltera debía ser apedreada, y si se opone tendrán un nuevo argumento en que apoyar su condenación. No les interesa conservar la fidelidad conyugal, tampoco el celo, ni la justicia, sino una malsana perfidia. Son hombres endurecidos, que no solamente buscan apedrear a la mujer, sino hacer morir a Jesús. Y para obligarlo a tomar una posición, apelan a la ley de Moisés alegándole lo que dice acerca de las mujeres adulteras. El evangelista resalta que con ello buscaban poder “acusarlo”. Es un dilema claro si abogaba por la ley de Moisés, su misericordia quedaría desvirtuada ante el pueblo, si no la aprobaba, lo acusarían de ir en contra de la ley de Moisés, apuntando a posibles complicaciones con el poder civil. Jesús guarda silencio e inclinándose escribía con el dedo en la tierra, tal vez los nombres de los acusadores y sus culpas. Actitud que revela que no le interesaba intervenir en el asunto que se le propone y menos caer en la trampa que le tendían. Y ante la insistencia Cristo les da una doble lección de justicia y misericordia y desde su asiento y mirándoles fijamente con muestras de que los conoce y tal vez señalándolos con el dedo les dijo: “El que de ustedes esté sin pecado, arrójele la primera piedra”. La adúltera ha merecido la pena de muerte por lapidación y el Maestro Jesús invita a los judíos a que la inicien, pero pone la condición de que esa piedra sea arrojada por quien esté libre de pecado. Respuesta llena de profunda sabiduría y al mismo tiempo de fina ironía. Palabras que era acusación y que pronto hicieron su efecto. Aquellos observantes hipócritas de la ley de Moisés obran como si fueran justos, pero su justicia era sólo aparente; y lo saben perfectamente, y mejor optaron por emprender la retirada, desapareciendo de la escena, comenzando por los más viejos, que seguramente eran los más severos en juzgar, y con la vida más manchada y cargada de pecados y vieron que lo más conveniente era alejarse de aquella situación embarazosa. Y se quedó solo y la mujer. Esta; ciertamente ha pecado. Pero Jesús no ha venido a juzgar, sino a salvar a los pecadores y hecha la lección de justicia contra los acusadores, da la gran lección de misericordia y cuando pregunta a la mujer por la presencia de los acusadores y al recibir la respuesta Jesús le dice: “Tampoco yo te condeno” y contando con su arrepentimiento le dijo: “Vete, desde ahora no peques más” y aquella mujer, desecho social, encontró en el Rabí de Nazaret aquella amorosa acogida que la hizo recibir el perdón, la gracia y el cambio de vida.
Episodio de la vida del Salvador del mundo que es una grave advertencia para todos aquellos escrutadores de vidas ajenas, con sabor a fariseísmo, que quieren juzgar a los demás y se asustan por la paja que lleva el vecino, sin ver la viga que ellos van cargando. Se les olvida, que en el fondo de nuestra vida, todos llevamos la raíz del mal y que todos somos pecadores y por lo mismo todos hemos sido infieles al amor de Dios. Todo pecado es una especie de infidelidad y adulterio contra Dios. Más de alguna vez todos hemos bebido de las cisternas lodosas del placer, y nuestro corazón lo hemos dirigido hacia ídolos vanos y superfluos del mundo en el que vivimos. Nos hemos adentrado en la espesa neblina del mal. Y también hemos tomado con frecuencia la actitud farisaica de acusadores, viendo en los demás la mota pequeña que mancha su vida, sin reparar en el peso de la viga que llevamos y que enloda y oscurece toda la nuestra. Caminamos con una conciencia deformada e insensibilizada, respecto a nuestra vida de pecado, pero bien farisaica respecto a la de los demás. Con simulada formación y madurez moral y con feroz y presuntuoso egoísmo, despreciamos y marginamos a los demás, por sus faltas, cuando el Divino ofendido les da la mano, para que se levanten de su estado de pecado. No caemos en la cuenta, de que tal vez, nosotros somos culpables en parte de los pecados, de nuestros prójimos. La adultera de la que nos habla el evangelio, no hubiera faltado a la ley, si los hombres no la hubieran provocado, o sí el esposo hubiera sabido amarla mejor. Quizá el ladrón no robaría, sí el corazón de los que tienen más, fuera menos duro. Hubiera menos delincuencia en la sociedad, si los medios de comunicación (televisión) no proyectara tanta violencia y pornografía, etc. Aprendamos la reacción de aquellos petulantes espías que con las palabras de Jesús, sus vidas como cloacas se destaparon y dejaron escapar de golpe un vaho de asfixiante hedor, de toda clase de pecados.
Este pasaje evangélico, tiene como toda la palabra de Dios, un mensaje de actualidad; y no porque relate un hecho tristemente repetido, sino porque se ven otros problemas más universales como son de comprensión humana, de moral y justicia. Existen muchos seres humanos desvergonzados, duros, egoístas, inmisericordes, para con los demás, impregnados del espíritu farisaico siempre condenadores. Jesús llama a los fariseos: “Sepulcros blanqueados, raza de víboras, hipócritas, por fuera aparentan una cosa, y por dentro son otra”. Por eso también diría Jesús: Si su justicia no supera a la de los escribas y fariseos, ciertamente no entrarán en el Reino de los Cielos. Con la vara que midan a los demás, serán ustedes medidos. Jesús condena la hipocresía, la injusticia y la falta de comprensión. No justifica el pecado, lo lamenta y lo perdona. Queda condenada también, la publicidad dada a los escándalos, con avidez de morbosa notoriedad. Una enfermedad no se cura con exhibirla, sino con la medicina adecuada. Reflexione y viva el Evangelio y no olvide que Jesús nos puede recordar a todos fechas y pormenores, con nombres y datos de muchas acciones de nuestra vida. Pero por su misión redentora no lo hace, nos perdona y olvida. Como buen pastor a la oveja perdida la carga sobre sus hombros. Como buen samaritano, cura las heridas y como buen padre, con inmensa alegría, recibe y abraza al hijo degenerado y contrito. Aprendamos la lección del Divino Maestro. ¡Arriba y adelante! Y en lugar de apedrear con la lengua, haga oración por el herido del pecado. Porque si no perdonamos, no seremos perdonados. Y con la vara que midamos, seremos medidos. Y el Señor nunca olvida sus promesas. ¡Reflexione!