I. Contemplamos la Palabra
Lectura de la profecía de Oseas (2,16.17b-18.21-22):
Así dice el Señor: «Yo la cortejaré, me la llevaré al desierto, le hablaré al corazón. Y me responderá allí como en los días de su juventud, como el día en que la saqué de Egipto. Aquel día –oráculo del Señor–, me llamará Esposo mío, no me llamará ídolo mío. Me casaré contigo en matrimonio perpetuo, me casaré contigo en derecho y justicia, en misericordia y compasión, me casaré contigo en fidelidad, y te penetrarás del Señor.»
Sal 144 R/. El Señor es clemente y misericordioso
Día tras día, te bendeciré
y alabaré tu nombre por siempre jamás.
Grande es el Señor, merece toda alabanza,
es incalculable su grandeza. R/.
Una generación pondera tus obras a la otra,
y le cuenta tus hazañas.
Alaban ellos la gloria de tu majestad,
y yo repito tus maravillas. R/.
Encarecen ellos tus temibles proezas,
y yo narro tus grandes acciones;
difunden la memoria de tu inmensa bondad,
y aclaman tus victorias. R/.
El Señor es clemente y misericordioso,
lento a la cólera y rico en piedad;
el Señor es bueno con todos,
es cariñoso con todas sus criaturas. R/.
Lectura del santo evangelio según san Mateo (9,18-26):
En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba, se acercó un personaje que se arrodilló ante él y le dijo: «Mi hija acaba de morir. Pero ven tú, ponle la mano en la cabeza, y vivirá.» Jesús lo siguió con sus discípulos.
Entretanto, una mujer que sufría flujos de sangre desde hacía doce años se le acercó por detrás y le tocó el borde del manto, pensando que con sólo tocarle el manto se curaría. Jesús se volvió y, al verla, le dijo: «¡Ánimo, hija! Tu fe te ha curado.» Y en aquel momento quedó curada la mujer.
Jesús llegó a casa del personaje y, al ver a los flautistas y el alboroto de la gente, dijo: «¡Fuera! La niña no está muerta, está dormida.» Se reían de él.
Cuando echaron a la gente, entró él, cogió a la niña de la mano, y ella se puso en pie. La noticia se divulgó por toda aquella comarca.
II. Compartimos la Palabra
Me la llevaré al desierto y le hablaré al corazón
Oseas dibuja con dolidos trazos su amarga experiencia personal; la infidelidad de su esposa, evidente traición a su afecto, da pie a un poema teológico que pretende ayudar a comprender otro amor fiel, el amor de Dios que éste profesa a Israel. El amor de Oseas por su esposa infiel es su mejor parábola para comunicar desde su experimentado dolor el amor que Yahvé profesa a un pueblo infiel, idólatra y pecador. El profeta no se resigna a la soledad producida por el abandono de su esposa e intentará su regreso de diversas maneras, aunque todo será inútil. Tan solo el amor incondicional y gratuito, junto con un perdón sin hipotecas posibili-tará el regreso de la esposa infiel, y será seducida de nuevo, será llevada al de-sierto y escuchará bondades en su corazón. Sí, en el desierto, donde sobra lo ac-cesorio, se descubre lo fundamental y los hombres pasan a primer plano. El pro-feta se implica en renovar su amor, en un nuevo comienzo. Vivencia del profeta que evoca el desierto de Israel tras salir de Egipto, cuando según la voz profética, Israel vivió una relación apasionada y apasionante de amor fiel con Dios. Amor vivido que el profeta traslada a la actuación de Dios con Israel, que siempre res-taura la alianza de amor que rompe el pecado, porque Él es siempre amorosa-mente fiel.
¡Ánimo, hija, tu fe te ha curado!
Dos signos salvadores se entrecruzan en nuestro texto; el primero, identificado en la vida de un personaje que acude a Jesús para recabar auxilio para su hija recién fallecida; el segundo, la mujer que soporta una docena de años su mal y, a la desesperada, decide tocar su manto, casi a hurtadillas, con la esperanza de ser salvada de su dolencia. Dos signos que ponen de relieve la capital importancia que adquiere la confianza en la fuerza sanadora que emana de Jesús de Nazaret. El personaje confía en absoluto en Jesús, al igual que, aún con su timidez, la mujer que adolecía de flujos de sangre. El prodigio, es decir la curación, sólo se produce cuando los buscadores de salud confían sin reservas en aquel en cuyas manos ponen su esperanza. En rigor, no es Jesús el que, por doquier, reparte salud y bonanza, sino el encuentro creyente, confiado y amoroso, que se produce entre la persona buscadora y necesitada y el propio Jesús el que hace emerger la curación. Es la fe de la mujer enferma, es la confianza del personaje que, muerta su hija, solo le pidió al Maestro que pusiera su mano sobre su hija, que tan solo así viviría. Uno y otra, desde su personal experiencia dolorosa, nos confirman que con Jesús de Nazaret, y previa confianza sin fisuras en él, no puede haber situación desesperada, porque su nombre es el único que salva.
Fr. Jesús Duque O.P.
Convento de San Jacinto (Sevilla)