I. Contemplamos la Palabra
Lectura de la profecía de Ezequiel 2,8–3,4:
Así dice el Señor: «Tú, hijo de Adán, oye lo que te digo: ¡No seas rebelde, como la casa rebelde! Abre la boca y come lo que te doy.»
Vi entonces una mano extendida hacia mí, con un documento enrollado. Lo desenrolló ante mí: estaba escrito en el anverso y en el reverso; tenía escritas elegías, lamentos y ayes.
Y me dijo: «Hijo de Adán, come lo que tienes ahí, cómete este volumen y vete a hablar a la casa de Israel.»
Abrí la boca y me dio a comer el volumen, diciéndome: «Hijo de Adán, alimenta tu vientre y sacia tus entrañas con este volumen que te doy.» Lo comí, y me supo en la boca dulce como la miel.
Y me dijo: «Hijo de Adán, anda, vete a la casa de Israel y diles mis palabras.»
Sal 118,14.24.72.103.111.131 R/. ¡Qué dulce al paladar tu promesa, Señor!
Mi alegría es el camino de tus preceptos,
más que todas las riquezas. R/.
Tus preceptos son mi delicia,
tus decretos son mis consejeros. R/.
Más estimo yo los preceptos de tu boca
que miles de monedas de oro y plata. R/.
¡Qué dulce al paladar tu promesa:
más que miel en la boca! R/.
Tus preceptos son mi herencia perpetua,
la alegría de mi corazón. R/.
Abro la boca y respiro,
ansiando tus mandamientos. R/.
Lectura del santo evangelio según san Mateo 18,1-5.10.12-14:
En aquel momento, se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: «¿Quién es el más importante en el reino de los cielos?»
Él llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: «Os aseguro que, si no volvéis a ser como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el reino de los cielos. El que acoge a un niño como éste en mi nombre me acoge a mí. Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños, porque os digo que sus ángeles están viendo siempre en el cielo el rostro de mi Padre celestial. ¿Qué os parece? Suponed que un hombre tiene cien ovejas: si una se le pierde, ¿no deja las noventa y nueve en el monte y va en busca de la perdida? y si la encuentra, os aseguro que se alegra más por ella que por las noventa y nueve que no se habían extraviado. Lo mismo vuestro Padre del cielo: no quiere que se pierda ni uno de estos pequeños.»
II. Compartimos la Palabra
«No seas rebelde como este pueblo rebelde»
Ezequiel es el gran Profeta del Destierro. Desde la terrible experiencia que vive el pueblo de Israel, Dios se hace presente en su vida y lo elije para que sea su Profeta. En el texto hay una invitación y una misión. Dios le invita a comulgar con su Palabra y le envía a su Pueblo. Ezequiel no desconoce las dificultades e incomprensiones que le esperan de un pueblo rebelde e infiel. Y acepta ser el Profeta, el «centinela» de Dios y su vida será una entrega generosa a esta misión.
La Iglesia necesita también profetas que comprometan su vida en el servicio del Evangelio. Ella misma debe ser y sentirse llamada a dar testimonio de Cristo a tiempo y destiempo con su propia vida.
«Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños»
El Evangelio nos presenta la escala de valores de Jesús en contraste con la de la sociedad e incluso la que dominaba a sus discípulos. El Señor es bien expresivo colocando a un niño, un «criadito» en el centro, en el corazón de la comunidad. Es la actitud de Jesús, una actitud de servicio que quiere para los suyos porque sabe que, sólo así, pueden ser felices en plenitud, sólo así es posible experimentar el Amor de Dios. Hay que cambiar y convertirnos para ver cómo nos ve Dios desde su corazón de Padre.
Hacerse como un niño no es ninguna ingenuidad, sino la expresión más perfecta de las Bienaventuranzas. Es un compromiso de vida al que nos llama Jesús y que nos aleja de los esquemas que dominan la sociedad de consumo, donde tantas veces el hombre es sólo un instrumento y no un valor por sí mismo. Ser como un niño es una tarea ardua, pero que merece la pena porque implica enunciar a la soberbia, a la autosuficiencia, reconocer que nosotros solos nada podemos. Ser pequeños exige creer como creen los niños, pedir como piden los niños. Su amor es siempre joven porque olvida con facilidad las experiencias negativas: no las almacena en su alma, como hace quien tiene alma de adulto.
La parábola de la oveja perdida ejemplifica esta actitud. Todos somos importantes en la comunidad de Jesús, pero especialmente los más pequeños, los que se sienten perdidos en una sociedad que los desprecia y arrincona. Hay que ir a buscarlos allí donde se encuentren. En medio de la soledad, de la pobreza. Donde el hombre es descartado porque no «encaja» en los parámetros de valores sociales. El problema es que muchas veces los encontramos en nuestra propia Iglesia.
D. Carlos José Romero Mensaque, O.P.
Fraternidad Fray Bartolomé de las Casas (Sevilla)