de Enrique Díaz Díaz
Obispo Coadjutor de San Cristóbal de las Casas
Dame tu mano, Señor, XIX Domingo Ordinario (Audio)
I Reyes 19, 9, 11-13: “Quédate en el monte porque el Señor va a pasar” Salmo 84: “Muéstranos, Señor, tu misericordia” Romanos 9, 1-5: “Hasta quisiera verme separado de Cristo, si esto fuera para bien de mis hermanos” San Mateo 14, 22-33: “Mándame ir a ti caminando sobre el agua”
El accidente fue terrible. A la joven señora “le habían agarrado las prisas”, tenía un compromiso importante y sentía que no llegaría a tiempo. Así, imprudentemente, iba a exceso de velocidad y tomó una curva sin precaución. Pronto empezó a derrapar y el auto se quedó sin control, dio varias volteretas y terminó volcado a la orilla de la carretera. La joven terminó con graves heridas pero gracias a Dios ya casi está bien. Nos comenta con angustia sus recuerdos: “Cuando sentí que el auto derrapaba, me quedé inmovilizada por el temor, como si todos mis miembros se hubieran engarrotado y solamente esperé el encontronazo. No hice nada, ni desviarme, ni frenar, ni cubrirme el rostro. El miedo me paralizó y después ya no supe nada”. Paralizarse por el miedo, no hacer nada, son las peores soluciones a los problemas.
Jesús siempre es exigente y a muchos les provoca pánico el seguirlo. San Mateo lo dibuja caminando sobre las aguas frente a los discípulos para mostrarnos las reacciones que suscita. Al surgir entre la neblina de la madrugada trae a la memoria de aquellos pescadores sus fantasmas ancestrales. Marineros, experimentados y curtidos, en muchas ocasiones les había tocado luchar y trabajar en el fragor de la tormenta y en medio de los vientos pero ahora tienen miedo. La escena tiene mucho de simbólico. Desde que acompañan al maestro van apareciendo constantes dificultades que obstaculizan la construcción del Reino: la oposición de las autoridades tanto civiles como religiosas, la presión de la gente, la lucha por el poder que condena Jesús, la exigencia de despojo, el cargar la cruz, el servicio como primordial, el perdón y tantas otras novedades que se les van clavando en el corazón. Es una tormenta que se abate sobre la pequeña comunidad de discípulos. Así, la narración se mueve en los dos niveles: el acontecimiento de la tormenta y las dificultades que atraviesa la comunidad. En los dos casos, Jesús se muestra no como un fantasma, sino como alguien muy cercano que tiende la mano, que los lanza a caminar sobre las aguas de la inseguridad y del miedo, que es hijo de Dios.
También hoy, Jesús aparece para mucha gente como un fantasma y le tienen miedo. Un fantasma que con su doctrina de igualdad y liberación puede poner en riesgo el sistema neoliberal; un fantasma que con su pasión por la vida y por el respeto a la dignidad de cada persona, cuestiona las ambiciones y la vida placentera a la que el mundo convoca; un fantasma que con sus exigencias de rectitud y justicia pone en evidencia la economía del más fuerte. Un fantasma que cuestiona toda nuestra filosofía actual, porque nos dice que es más importante el servir que el servirse; que hay mayor valor en el dar que en el apoderarse; que es más grande el más pequeño. Y a este “fantasma” se le ataca, se le denigra o se le desprecia. Preferimos ignorarlo, o decir que es invención y dejarlo a un lado sin hacerle mucho caso, con temor, sin comprometernos con Él. Y sin embargo Jesús nos dice: “Tranquilícense y no teman. Soy yo”, con todo lo que estas palabras significan. La manifestación de un Dios, “Yo soy”, que viene a dar paz y a tomarnos de la mano, un Dios que navega con nosotros en medio de las peores tempestades. No viene para quitar las tempestades, sino para asegurarnos su presencia en medio de ellas y junto con Él vencerlas a pesar de nuestros miedos.
El Papa Francisco nos asegura que los procesos del Reino son siempre lentos y riesgosos y que a veces el miedo nos paraliza demasiado. Si dejamos que las dudas y temores sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar de ser creativos, simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance alguno y, en ese caso, no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra cooperación, sino simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la Iglesia. No es malo tener miedo, lo malo es quedarse inmóvil. El miedo es el instinto de conservación, la señal de alarma, que nos pone en guardia ante el peligro. El grito de Pedro, “¡Sálvame, Señor!”, es el grito de todo cristiano que confía firmemente en su Señor a pesar de sus miedos y angustias. Todo parecería seguir igual después de este grito, su oración y clamor no lo dispensan de buscar soluciones concretas y comprometidas a los problemas. Pero todo cambia si en el fondo del corazón se despierta esa confianza en Dios. Dios no es un fantasma, como algunos han querido hacernos ver. La experiencia de Dios, el sentirnos en su mano, es el paso más decisivo de nuestra existencia para encontrar nuestra verdadera esencia y nuestra plena realización. Dios es una mano tendida que nadie nos puede quitar, no es un fantasma. Jesús es el amor de Dios hecho mano que salva, que acompaña, que consuela, que atiende.
Como Elías que descubrió a Dios en el susurro del viento, estemos atentos al paso del Señor y descubramos su presencia porque con frecuencia hemos querido reducir a Jesús a una especie de fantasma, a una imagen o amuleto… y solamente acudimos a Él, en contadas ocasiones, pero no para los momentos importantes y decisivos de nuestra vida, no para el acontecer diario donde se fraguan las grandes obras… ha quedado como fuera de nuestra vida. Experimentemos a este Jesús tan cercano, que se da tiempo para despedir a la gente, que le roba tiempo al descanso para hacerlo plegaria, que acompaña al discípulo en la tormenta, que nos lanza a caminar sobre las aguas de los miedos y temores, que tiende la mano a quien se hunde ¿Cómo vives y experimentas a Jesús en tu vida? ¿Cómo lo haces presencia en tu diario caminar? ¿Cómo te dejas acompañar de Él en tus miedos e inseguridades? ¿A qué le temes de la propuesta de Jesús?
Dios, Padre Bueno y lleno de ternura, mira mis miedos y mis fantasmas, dame la audacia y el valor para, de la mano de tu Hijo Jesús, caminar en la construcción del Reino. Amén.