Anunciar la misericordia en nuestras diócesis, como el Papa Francisco

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

S.E. Mons. Eugenio Lira Rugarcía

III Congreso Apostólico de la Misericordia

Bogotá, Colombia, 17 de agosto de 2014

Introducción

Agradezco a Dios, “rico en misericordia” (Ef 2,4), que me conceda la gracia de estar con ustedes ¡mi familia!, para profesar, proclamar, celebrar, implorar y practicar juntos la misericordia divina, en el domingo, día del Señor y nuestro día, como decía san Jerónimo[1].

Convocados y enviados por la misericordia divina

En aquel tiempo, el Señor resucitado reunió a los suyos, y aunque como advierte san Mateo, algunos titubeaban (cfr. Mt 28,17), les dice a todos: “Vayan por todo el mundo y anuncien el Evangelio” (Mc 16,15).

Ahora, en este III Congreso Apostólico de la Misericordia, Jesús nos reúne en Bogotá a sus discípulos de este milenio, venidos desde distintos rincones del planeta, para consolarnos, iluminarnos, fortalecernos, llenarnos de su amor y de su esperanza, acompañarnos y guiarnos a la vida verdadera, plena y eterna.

A pesar de nuestras debilidades y dudas, Él se nos muestra vencedor del pecado, del mal y de la muerte, portando aquellas llagas que son la prueba de su amor misericordioso por nosotros ¡Un amor hasta el extremo! ¡Un amor que hace triunfar la verdad, la justicia, la libertad, la paz y la vida!

“La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús”[2], nos dice el Papa Francisco. Y exclama: Quien “ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?”[3]. Por eso, involucrándonos en su amor por todos, el Señor nos envía como misioneros para proclamar a toda la tierra la Buena Noticia.

Pero ¿cuál es esa Buena Noticia, que perfecciona radical y definitivamente la creación, el ser, la historia y la vida? Que en Cristo, Dios, autor inteligente y amoroso de cuanto existe, se nos ha hecho cercano; tan cercano que se ha hecho uno de nosotros al encarnarse para, amando hasta dar la vida, liberarnos de las cadenas del mal y de la muerte, que entraron en el mundo a causa del pecado; comunicarnos su Espíritu, convocarnos en su Iglesia y hacernos hijos suyos, partícipes de su vida plena y eterna que consiste en amar.

De esta manera, en Jesús, Dios se nos revela plenamente como lo que es: un Dios misericordioso. Por eso, el Papa Francisco, desde el comienzo de su servicio como sucesor del Apóstol Pedro, ha dicho: “El mensaje de Jesús es éste: La misericordia”[4]. ¡Efectivamente! Jesús nos revela definitivamente la esencia misma de Dios.

La Buena Noticia: Dios es la misericordia misma

Ya en su obra, la creación, Dios nos da pruebas de este amor suyo gratuito generoso y fiel. Así lo afirma san Pablo cuando dice: “Lo invisible de Dios, desde la creación del mundo se deja ver a la inteligencia a través de sus obras” (Rm 1, 20). A partir del mundo y de la persona humana, con la sola razón, podemos conocer a Dios como sumo bien y verdad infinita, origen y fin del universo[5].

Cuentan que un profesor ateo enseñaba a sus alumnos que el universo se había hecho solo. Más tarde, al volver del recreo, apareció pintada en el pizarrón una caricatura con la leyenda “El profe”. “¿Quién la hizo”, preguntó enojado el maestro. Un niño levantó la mano y dijo: “Se hizo sola”. Enfurecido, el profesor dijo: “¿Crees que soy tan tonto como para pensar que se hizo sola?”. A lo que el niño respondió con lógica: “Si usted dice que este universo tan complicado se hizo solo ¿cómo no va a poder una simple caricatura hacerse a sí misma?”

“La misericordia del Señor llena la tierra –escribe san León Magno– y todo fiel halla en la misma naturaleza motivo de adoración a Dios, ya que el cielo y la tierra, el mar y todo lo que hay en ellos manifiesta la bondad y omnipotencia del que los ha creado”[6]. “Todas las criaturas… me están diciendo que te ame”[7], exclama san Agustín.

Nosotros mismos somos una prueba de la existencia y de la misericordia de Dios; no hemos sido fabricados de una forma impersonal y en serie, sino que hemos sido hechos a mano y en “serio” ¡Somos una obra de arte, única e irrepetible! “No somos el producto casual y sin sentido de la evolución –dijo al iniciar su ministerio petrino Benedicto XVI–. Cada uno de nosotros es el fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario”[8].

Por su misericordia, Dios me ha creado y me ha llamado a la vida. Me ha regalado un cuerpo y un alma, sentimientos, inteligencia y voluntad. Me ha redimido y me ha santificado. Me ha concedido una familia en la que nací y me he desarrollado, recibiendo cuidados, educación y amor. Mediante el bautismo me hizo hijo suyo y me dio una familia más: la Iglesia. En su Palabra me orienta, en la confirmación me fortalece, en la Eucaristía me alimenta y en la Confesión me sana. Conversa conmigo en la oración. Me rodea de amigos. Me protege y me muestra su camino ¡Y hoy me trae aquí para acariciarme y recordarme cuánto me ama; cuánto ha hecho, hace y seguirá haciendo por mí!

Él está cerca siempre, mostrándome su amor gratuito, generoso y fiel, por el que me perdona. “Las misericordias de Dios nos acompañan día a día –comenta Benedicto XVI– Basta tener el corazón vigilante para poderlas percibir… podemos constatar continuamente cuán bueno es Dios con nosotros; cómo piensa en nosotros precisamente en las pequeñas cosas, ayudándonos así a alcanzar las grandes”[9].

Sin embargo, a veces, en lugar de reconocer el amor gratuito, generoso y fiel que hemos recibido, nos dejamos contagiar por lo que llamo “El síndrome del gato”. Esto se me ocurrió cuando una persona me comentó que la diferencia entre un perro y un gato es que el perro, cuando mira que el amo lo procura, piensa: “este hombre me alimenta, me baña, me acaricia, juega conmigo y me cuida ¡Debe ser un dios!”. En cambio el gato piensa: “este hombre me alimenta, me baña, me acaricia, juega conmigo y me cuida ¡Yo debo ser un dios!”

Esto mismo nos puede pasar; sentir que todo debe girar en torno a nosotros, de tal manera que a los demás, incluso a Dios, los vemos como objetos a los que podemos usar cuando los necesitamos y desecharlos cuando no nos parezcan útiles. Entonces, al no descubrir la verdad del amor, pensamos que las cosas suceden porque si, y no porque seamos amados ni amables. De esta manera terminamos auto-encerrándonos en la prisión de la soledad, la pérdida de identidad, el sinsentido y la desesperanza, haciéndonos vulnerables a la manipulación de quien nos haga experimentar alguna sensación o emoción intensa, aunque sea superficial, frágil y efímera.

“El gran riesgo del mundo actual –dice el Papa Francisco–, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada… Ésa no es la opción de una vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros”[10].

Dios revela su misericordia

Precisamente, para que todos podamos alcanzar una vida digna que nos haga felices en esta tierra y felicísimos en el Cielo, además de ofrecernos un testimonio de su existencia, de su sabiduría, de su omnipotencia y de su amor a través de su creación, Dios mismo se nos ha revelado ¡es más! ha venido a nosotros en Jesucristo, “imagen del Dios invisible” (Col 1, 15). Esa Revelación es transmitida en la Sagrada Escritura y en la Tradición de la Iglesia, que Cristo ha confiado a su Iglesia, encomendando su interpretación al Papa y a los obispos[11].

“Siempre resultará provechoso esforzarse en profundizar… la doctrina de la fe de la Iglesia católica –escribe san Atanasio–, tal como el Señor nos la entregó, tal como la predicaron los apóstoles y la conservaron los santos Padres”[12]. “Así –señala Benedicto XVI–…también nosotros tenemos una auténtica y personal experiencia de la presencia del Señor resucitado… Esta es nuestra gran alegría… que nos hace vivir y encontrar el camino hacia el futuro”[13].

Por la Revelación divina sabemos que Dios es único pero no solitario: es Padre, Hijo y Espíritu Santo. Siempre ha existido y siempre existirá. Es todopoderoso, perfecto y feliz. Todo lo ve y todo lo sabe. Es verdad y amor. Y sobre todo, es “misericordioso” (Ex 34, 6). “Tu Dios es un Dios misericordioso: no te abandonará” (Dt 4,31).

Entre las expresiones usadas en el Antiguo Testamento para referirse a la misericordia divina, destaca la palabra hebrea “rahamim”, cuya raíz, “rehem”, significa “regazo materno”[14]. Este término manifiesta “la íntima relación de dos existencias –comenta Benedicto XVI– y la atención hacia la criatura débil y dependiente que, en cuerpo y alma, es totalmente custodiada en el regazo de la madre”[15]. Así, Dios quiere que entendamos que su amor es como el de una madre: gratuito, generoso, siempre fiel, dispuesto al perdón (cfr. Is 49,14-15).

“Su misericordia llega a sus fieles de generación en generación” (Lc 1,50), exclama la Virgen María. Efectivamente, esta misericordia divina ha llegado plena y definitivamente a nosotros en Jesucristo, “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn 3, 16).

“Despierta… por ti Dios se hizo hombre –exhorta san Agustín– Estarías condenado a una miseria eterna, si no hubieras recibido tan gran misericordia”[16]. “¡Cristo ha muerto y ha vuelto a la vida por nosotros y para beneficio nuestro!”[17], decía san Cirilo de Alejandría, porque “muriendo destruyó la muerte y resucitando restauró la vida”[18]. “Por tanto, no se trata de querer o de correr –dice san Pablo–, sino de que Dios tenga misericordia” (Rm 9,15).

La misericordia de Dios, que es perdón

Efectivamente, “no se trata de querer o de correr, sino de que Dios tenga misericordia”. Hace algunos años leí una anécdota que, me parece, nos ayuda a entender un poco mejor esta verdad. Cuentan que el gran inventor Thomas Alva Edison, recorriendo con su equipo de trabajo uno de sus laboratorios, encontró un pajarillo herido que no podía continuar el largo vuelo de emigración. Lo tomó, lo curó y luego lo envió en una jaula a América del Sur, donde dio la orden de soltarlo para que pudiera unirse a sus compañeras aves. Si Edison sintió compasión por aquel animal ¿cómo no va a sentir Dios compasión por nosotros? ¡Él nos creó! ¡Somos suyos!

Por eso, cuando vio que a causa del pecado original la humanidad quedó sometida al mal, al sufrimiento y a la muerte, envió como salvador a su Hijo, quien por obra del Espíritu Santo nació de la Virgen María y pasó haciendo el bien, amando hasta el extremo de padecer, morir y resucitar para liberarnos del pecado, comunicarnos su Espíritu, convocarnos en su Iglesia y hacernos hijos suyos, partícipes de su vida plena y eternamente feliz, que consiste en amar[19].

Muriendo en la Cruz, Jesús nos ha mostrado que el amor es más grande que el pecado y resucitando nos enseña que el amor es más poderoso que la muerte[20]. Por eso, san Juan Pablo II afirmaba: “sólo en la Divina Misericordia hallaremos el consuelo y la luz de la esperanza”[21].

“El rostro de Dios es el de un padre misericordioso, que siempre tiene paciencia –ha recordado el Papa– comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos si sabemos volver a Él con el corazón contrito”[22]. “La misericordia es el modo con que Dios perdona... el pecado es arrinconado.... (como) cuando sale el sol… con tanta luz, las estrellas no se ven… así es la misericordia de Dios: una gran luz de amor, de ternura. Dios perdona… acariciando nuestras heridas del pecado” [23].

¡Dios nos cura con una caricia! Y esa caricia se llama misericordia. Así nos demuestra que nos ama, y que siempre está dispuesto a levantarnos y ayudarnos a reemprender el camino de la vida verdadera ¡Dejémonos salvar por Él!

No vaya a sucedernos lo que al borracho que estaba abrazado a un poste. Se le acercó un policía y le dijo: “Que anda haciendo”. “Esperando”, contestó. “¿Qué espera? Mejor váyase a su casa. Si quiere, yo lo llevo”, repuso el oficial. “No gracias. Estoy esperando”, repitió el borracho. “¿Pero qué está esperando?” inquirió el policía. “Pues, como todo está dando de vueltas, estoy esperando a que pase mi casa para entrar en ella”.

A veces, como el borracho, nos dejamos embriagar por el pecado en sus diversas formas: egoísmo, envidias, prejuicios, rencores. Entonces, luego de haber desconfiado de Dios y de despilfarrar la herencia de la gracia divina hasta degradar la propia dignidad[24], terminamos “anclados”, perdiendo el tiempo, la alegría y la vida, “esperando” en lugar de permitir a Jesús que nos conduzca al hogar verdadero, la unión con Dios, que llenándonos de su amor, hace nuestra vida feliz para siempre.

No olvidemos que aunque hayamos cometido muchos errores, para el Padre un hijo, por más pródigo que sea, nunca deja de ser hijo. ¡Podemos volver a Él! “El rostro de Dios es el de un padre misericordioso, que siempre tiene paciencia –ha recordado el Papa Francisco– nos comprende, nos espera, no se cansa de perdonarnos si sabemos volver a Él con el corazón contrito… El problema es que nosotros… no queremos, nos cansamos de pedir perdón… No nos cansemos nunca... Y aprendamos también nosotros a ser misericordiosos con todos”[25].

“Queridos hermanos y hermanas, dejémonos envolver por la misericordia de Dios –exhorta el Santo Padre–; confiemos en su paciencia que siempre nos concede tiempo; tengamos el valor de volver a su casa… dejando que Él nos ame, de encontrar su misericordia en los sacramentos. Sentiremos su ternura, sentiremos su abrazo y seremos también nosotros más capaces de misericordia, de paciencia, de perdón y de amor” [26].

La misión de la Iglesia: manifestar la misericordia de Dios

Benedicto XVI afirmaba que todo lo que la Iglesia dice y realiza, “manifiesta la misericordia que Dios tiene para con el hombre… De la misericordia divina… brota además la auténtica paz en el mundo” [27].

Claro está que, para poder comunicar la misericordia divina, primero debemos llenarnos de ella ¿Cómo? Permaneciendo unidos al Señor, en la comunión de su Iglesia. “Nuestro Redentor –escribió san Gregorio Magno– muestra que forma una sola persona con la Iglesia que Él asumió”[28]. Con esta convicción, santa Faustina exclamaba: “Oh Madre mía, Iglesia de Dios, tú eres la verdadera madre”[29]. “Me esfuerzo por la santidad, ya que con ella seré útil a la Iglesia… vivo no solamente para mí, sino (para) toda la Iglesia”[30].

Es en la Iglesia, de la que Cristo es cabeza, donde podemos unirnos al Maestro, escuchando, meditando y haciendo vida su Palabra; recibiendo la fuerza de su amor en la Liturgia, sobre todo en la Eucaristía dominical; conversando con Él en la oración; encontrándolo y reconociéndolo en el prójimo[31]. Así, llenos de su amor, seremos capaces de amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado.

“Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien de los demás, deseando la felicidad de los otros –dice el Papa Francisco–. La misión en el corazón del pueblo no es una parte de mi vida... Yo soy una misión… cada persona es digna de nuestra entrega… porque es obra de Dios, criatura suya[32].

En su mensaje a los obispos de Corea, el Santo Padre ha dicho algo que podemos aplicar a todos los bautizados: “ustedes están llamados a ser custodios de la esperanza: la esperanza que nos ofrece el Evangelio de la gracia y de la misericordia de Dios en Jesucristo”[33] ¡Cómo necesita esto el mundo de hoy, herido por el egoísmo que provoca profundas desigualdades, divisiones, inequidad, injusticia, miseria material y espiritual, violencia, guerra y tantas cosas!

¡Sí! Nuestro mundo está urgido de que seamos “Iglesia en salida… comunidad de discípulos misioneros que primerean, que se involucran, que acompañan, que fructifican y festejan”[34].

Este “primerar” debemos hacerlo juntos ¡El amor exige unidad! Unidad con Dios en su Iglesia. Unidad con el Papa y los obispos. Unidad con el clero, la vida consagrada y los fieles laicos. Unidad con toda la diócesis, Iglesia particular, en la cual verdaderamente está presente y actúa la Iglesia de Cristo una santa, católica y apostólica[35]. “Lo importante –señala el Papa Francisco– es no caminar solos, contar siempre con los hermanos y especialmente con la guía de los obispos, en un sabio y realista discernimiento pastoral” [36].

La diócesis y la parroquia, Iglesia en misión

En la diócesis, “La parroquia es presencia eclesial en el territorio” [37]. “Las demás instituciones eclesiales –explica el Santo Padre–… son una riqueza de la Iglesia que el Espíritu suscita para evangelizar… es muy sano que no pierdan el contacto con esa realidad tan rica de la parroquia del lugar, y que se integren en la pastoral orgánica de la Iglesia particular. Esta integración evitará que se queden sólo con una parte del Evangelio y de la Iglesia, o que se conviertan en nómadas sin raíces” [38].

Así, en esta comunión eclesial, el Papa nos invita a “remar” juntos, con ganas, entusiasmo, generosidad, audacia, creatividad y perseverancia, procurando evangelizar las culturas para inculturar el Evangelio, partiendo de la piedad popular[39].

“El anuncio a la cultura implica también un anuncio a las culturas profesionales, científicas y académicas –advierte el Santo Padre–. Se trata del encuentro entre la fe, la razón y las ciencias, que procura desarrollar un nuevo discurso de la credibilidad… que ayude a crear las disposiciones para que el Evangelio sea escuchado por todos”[40]. En este sentido, afirma que las Universidades y las escuelas católicas son un ámbito privilegiado[41].

“La evangelización también implica un camino de diálogo: el diálogo con los Estados, con la sociedad… las culturas… las ciencias… con otros creyentes que no forman parte de la Iglesia católica. En todos los casos la Iglesia habla desde la luz que le ofrece la fe y aporta su experiencia de dos mil años. Todo para proclamar « el evangelio de la paz » (Ef 6,15)”[42].

También señala que: “La tarea evangelizadora implica y exige una promoción integral de cada ser humano”. “Por consiguiente, nadie puede exigirnos que releguemos la religión a la intimidad secreta de las personas, sin influencia alguna en la vida social y nacional... Una auténtica fe siempre implica un profundo deseo de cambiar el mundo... Amamos este magnífico planeta donde Dios nos ha puesto, y amamos a la humanidad que lo habita… La tierra es nuestra casa común y todos somos hermanos. Todos los cristianos, también los Pastores, están llamados a preocuparse por la construcción de un mundo mejor “Cada cristiano y cada comunidad están llamados a ser instrumentos de Dios para la liberación y promoción de los pobres, de manera que puedan integrarse plenamente en la sociedad”[43].

El Papa comenta que Jesús, “el evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona”, al identificarse especialmente con los más pequeños (cfr. Mt 25,40), nos recuerda que todos los cristianos estamos llamados a cuidar a los más frágiles de la tierra: los sin techo, los toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos, los que son objeto de las diversas formas de trata de personas, las mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato y violencia, los niños por nacer, “a quienes se les quiere negar su dignidad humana quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda impedirlo”, y finalmente, el conjunto de la creación[44].

“Hoy que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera –comenta–, hay una forma de predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el Evangelio a las personas que cada uno trata”[45]. ¡Sí! Hay que llevar el Evangelio al esposo, a la esposa, a los hijos, a los padres, a los hermanos, a los abuelos, a los nietos, a los suegros, a las nueras y yernos, a la novia o al novio, a los amigos, a los vecinos, a los compañeros de estudio o de trabajo ¡a todos!

Para cantar eternamente la misericordia de Dios

Un chiste narra cómo al llamar a un Instituto de Salud Mental, una grabación contesta: “Gracias por llamar. Si usted sufre de amnesia, presione el número 8, el 19 y el 155, y diga, de memoria, el número de su registro único de población y de su pasaporte, así como el apellido de soltera de su bisabuela. Si es depresivo, no importa qué número pulse; nadie le va a contestar. Si es paranoico, no pulse ningún número, nosotros sabemos quién es y lo que hace; espere en la línea mientras rastreamos su llamada. Y si padece de baja autoestima ¡cuelgue!; nuestros operadores están ocupados atendiendo a personas realmente importantes”.

A veces nos parecemos a esa contestadora. No seamos así. No dejemos abandonada a la gente. Trabajemos unidos como Iglesia, haciendo “equipo” con el presbiterio, la vida consagrada y los fieles laicos, en comunión con el Papa y los obispos. Así unidos, recibiremos del Señor la fuerza del amor. Entonces, como afirma san Agustín: “Si está dentro de ti la raíz del amor, ninguna otra cosa sino el bien podrá salir de tal raíz”[46].

Amigas y amigos, una realidad cierta, inevitable y única, es que un día terminará nuestra peregrinación terrena, y, como escribió el Siervo de Dios, Paulo VI, desaparecerá esta estupenda, dramática y temporal escena terrena[47]. “Todos estamos sujetos a la muerte –decía Sancho Panza–… y, cuando llega a llamar a las puertas de nuestra vida, siempre va de prisa, y no la habrán de detener ni ruegos, ni fuerzas, ni cetros, ni mitras… no hay que fiar en la… muerte, la cual llama por igual a jóvenes y a viejos”[48].

Cuentan que un hombre estaba en su casa, cuando de pronto sonó el teléfono. “Sr. Gómez, –dice una escalofriante voz– habla la muerte. Le aviso que hoy en punto de las once de la noche voy por usted. Que tenga buen día”. El hombre, temblando corre a contarle a su esposa lo sucedido. “¡Eso no puede pasarte! –comenta ella– Eres joven, deportista y tenemos muchos planes. Vamos a engañar a la muerte para que no te lleve”. Y tomando una máquina de afeitar lo rapa completamente, le pone unas almohadas para que luzca gordo, y le indica: “Ahora te vas al bar y te sientas en la mesa del rincón”. Y ya estando ahí ¡aparece la muerte!, quien dice: “Señor Gómez, pase al frente”. Nadie contesta. “Señor Gómez ¡al frente!”, repite. Y al no obtener respuesta, concluye: “Si no aparece el señor Gómez, me llevo al pelón regordete que está ahí detrás”.

La noche del 14 de abril de 1912, el “Titanic” se hundía en las heladas aguas del Atlántico norte. De sus 2,227 pasajeros, sólo 705 sobrevivieron. Al imaginar aquellas horas de angustia, pienso: ¿qué significaba para esas personas un trozo de madera? ¡Todo! La diferencia entre hundirse para siempre en las oscuras y frías aguas, o permanecer a flote con la esperanza de sobrevivir. En el naufragio de este mundo caduco, Dios nos ofrece el madero de la fe, que nos une a Él. Y quien cree, sabe que, como decía Joseph Ratzinger: “al fin y al cabo, ése madero es más fuerte que la nada”[49]. Por eso, san Juan Pablo II escribió: “Cuando todo se derrumba alrededor de nosotros, y tal vez también dentro de nosotros, Cristo sigue siendo nuestro apoyo indefectible”[50]. Sólo Él puede hacernos pasar, como afirma san Efrén “desde la región de los muertos a la región de la vida”[51].

Claro está que a nosotros toca hacer nuestra parte: confiar en Dios y ser misericordiosos, como lo es nuestro Padre celestial (cfr. Lc 6,36). Por eso, el Papa afirma: “Al final todos seremos juzgados con la misma medida con la que juzgamos: la misericordia que hemos usado hacia los demás se utilizará también con nosotros”[52].

Efectivamente, como decía san Juan de la Cruz: “En el atardecer de la vida, se nos examinará sobre el amor”[53]. Si vivimos amando, siendo misericordiosos con todos, cuando llegue el final, nuestros hermanos podrán escribir con esperanza en nuestra lápida: “Descanse en paz”. De lo contrario, seguramente pondrán: “Aquí yaces, y haces bien; tu descansas y nosotros también”.

Pidamos a Dios que, por intercesión de la Virgen María, nuestra madre, de santa Faustina y de san Juan Pablo II, nos ayude a crecer en paciencia, esperanza y misericordia. Muchas gracias.


[1] In die dominica Paschae II, 52.
[2] Evangelii gaudium, 1.
[3] Ibíd., 9.
[4] Homilía en la Parroquia de Santa Ana, 17 de marzo de 2013.
[5] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, n. 3.
[6] Sermón 6, sobre la Cuaresma, 1-2.
[7] Confesiones, Libro X, Cap. IV, n. 1008.
[8] Homilía en la Misa de inauguración solemne del Pontificado, 24 de abril de 2005.
[9] Homilía en la Misa del II Domingo de Pascua, Fiesta de la Divina Misericordia, 15 de abril de 2007.
[10] Evangelii gaudium, 2.
[11] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, Compendio, 12-17.
[12] Carta 1 a Serapión, 28: PG 26,594.
[13] Audiencia general, 3 de mayo 2006.
[14] Cfr. JUAN PABLO II, Dives in Misericordia, nota a pie de página 52.
[15] Gesù di Nazaret, Ed. Rizzoli, Italia, 2007, pp. 169-170.
[16] Sermón 185.
[17] Sobre el Evangelio de Juan, XII, 20.
[18] Misal Romano, Prefacio de Pascua.
[19] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, nn. 221, 231.
[20] Cfr. JUAN PABLO II, Dives in Misericordia, 8.
[21] Homilía en la Beatificación de Sor Faustina Kowalska, 18 de abril de 1993, n. 6.
[22] Ángelus, 17 de marzo 2013.
[23] Homilía del 7 de abril de 2014.
[24] Cfr. JUAN PABLO II, Catequesis de en la audiencia general de los miércoles, 17 de Febrero de 1999.
[25] Ángelus, 17 de marzo de 2013.
[26] Homilía en el II Domingo de Pascua o de la Divina Misericordia, Basílica de San Juan de Letrán, 7 de abril de 2013.
[27] Regina caeli, Domingo de la Divina Misericordia, 30 de marzo de 2008.
[28] Moralia in Job, Praefatio 6, 14.
[29] “Diario la Divina Misericordia en mi alma”, Association of Marian Helpers, Stockbridge, MA, 2004, nn. 1469, 939.
[30] Ibíd., n. 1505.
[31] Cfr. JUAN PABLO II, Ecclesia in America, 12.
[32] Evangelii gaudium, 271-274.
[33] Encuentro con los obispos de Corea,14 de agosto de 2014.
[34].Evangelii gaudium, 24.
[35] Código de Derecho Canónico, c. 369.
[36] Evangelii gaudium, 33.
[37] Ibíd., 28.
[38] Ibíd., 29.
[39] Ibíd., 69, 123-126.
[40] Ibíd., 132.
[41] Ibíd., 134.
[42] Ibíd., 238 y 239.
[43] Ibíd., 182-184. 187.
[44] Ibíd., 209-215.
[45] Ibíd., nn. 127-129.
[46] In Epist. Joan. 7,8.
[47]www.vatican.va/holy_father/paul_vi/speeches/1978/august/document/hf_p-vi....
[48] CERVANTES Miguel de, Don Quijote de la Mancha, Ed. Del IV Centenario, Ed. Santillana, México, 2005, Cap. VII, p. 596, y Cap. XX, p. 706.
[49] Introducción al cristianismo, Ed. Sígueme, Salamanca, 2001, p. 43.
[50] Memoria e Identidad, Ed. Planeta, México, 2005, p. 170.
[51] Sermón sobre nuestro Señor, 3.4.9.
[52] Ángelus, 20 de julio de 2014.
[53] Aut. Andújar, 59.