Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy quisiera hablar del Viaje Apostólico que he realizado a Albania el domingo pasado. Lo hago, sobre todo, como acto de agradecimiento a Dios, que me ha concedido el poder realizar esta visita para demostrar, incluso físicamente y en modo tangible, mi cercanía y la de toda la Iglesia a este pueblo. Deseo por tanto renovar mi fraterno reconocimiento al Episcopado albanés, a los sacerdotes y a los religiosos y religiosas que obran con tanto empeño. Mi agradecido pensamiento se dirige también a las Autoridades que me han acogido con tanta cortesía, como también a cuantos han cooperado para la realización de la visita.
Esta visita nació del deseo de ir a un país que luego de haber estado por largo tiempo oprimido por un régimen ateo y deshumano, está viviendo una experiencia de pacífica convivencia entre sus diversas componentes religiosas. Me parecía importante alentarlo en este camino, para que lo continúe con tenacidad y profundice todas las consecuencias a favor del bien común. Por esto, al centro del viaje estuvo un encuentro interreligioso donde he podido constatar, con viva satisfacción, que la pacífica y fructuosa convivencia entre personas y comunidades pertenecientes a religiones diversas es no sólo de esperar, sino concretamente posible y practicable. ¡Ellos la practican! Se trata de una diálogo auténtico y fructífero que rechaza el relativismo y tiene en cuenta la identidad de cada uno. Lo que acomuna a las varias expresiones religiosas, en efecto, es el camino de la vida, la buena voluntad de hacer el bien al prójimo, no renegando o disminuyendo las respectivas identidades.
El encuentro con los sacerdotes, las personas consagradas, los seminaristas y los movimientos laicales ha sido la ocasión para hacer grata memoria, con acentos de particular conmoción, de los numerosos mártires de la fe. Gracias a la presencia de algunos ancianos, que han vivido sobre su propia carne las terribles persecuciones, ha resonado la fe de tantos heroicos testigos del pasado, los cuales han seguido a Cristo hasta las extremas consecuencias. Es precisamente de la unión íntima con Jesús, de la relación de amor con Él que ha brotado para estos mártires – como para todo mártir – la fuerza para afrontar los acontecimientos dolorosos que los han conducido al martirio. También hoy, como ayer, la fuerza de la Iglesia no es dada tanto por las capacidades organizativas o por las estructuras, que son también necesarias. ¡Pero su fuerza la Iglesia no la encuentra allí! ¡Nuestra fuerza es el amor de Cristo! Una fuerza que nos sostiene en los momentos de dificultad y que inspira la actual acción apostólica, para ofrecer a todos bondad y perdón, dando testimonio así de la misericordia de Dios.
Recorriendo la avenida principal de Tirana que desde el aeropuerto lleva a la gran plaza central, pude ver los retratos de los cuarenta sacerdotes asesinados durante la dictadura comunista y para quienes se ha iniciado la causa de beatificación. Estos se suman a los cientos de cristianos y musulmanes asesinados, torturados, encarcelados y deportados sólo porque creían en Dios. Fueron años oscuros, durante los cuales fue arrasada la libertad religiosa y estaba prohibido creer en Dios, miles de iglesias y mezquitas fueron destruidas, convertidas en almacenes y salas de cine que propagaban la ideología marxista, los libros religiosos fueron quemados y a los padres se les prohibió poner a sus hijos los nombres religiosos de los antepasados.
El recuerdo de estos eventos dramáticos es esencial para el futuro de un pueblo. La memoria de los mártires que han resistido en la fe es garantía para el destino de Albania; porque su sangre no fue derramada en vano, sino que es una semilla que traerá frutos de paz y de colaboración fraterna. Hoy, de hecho, Albania es un ejemplo no sólo de renacimiento de la Iglesia, sino también de la convivencia pacífica entre las religiones. Por lo tanto, los mártires no son los vencidos, sino los vencedores: en su heroico testimonio brilla la omnipotencia de Dios, que siempre consuela a su pueblo, abriendo nuevos caminos y horizontes de esperanza.
Este mensaje de esperanza, fundado sobre la fe en Cristo y en la memoria del pasado, lo he confiado a toda la población albanesa que he visto entusiasta y alegre en los lugares de los encuentros y celebraciones, así como en las calles de Tirana. He animado a todos a sacar energías siempre nuevas del Señor resucitado, para poder ser levadura evangélica en la sociedad y comprometerse, como ya sucede, en actividades caritativas y educativas.
Una vez más doy las gracias al Señor porque, con este viaje, me ha hecho encontrar a un pueblo valiente y fuerte, que no se dejó doblar por el dolor. A los hermanos y hermanas de Albania renuevo la invitación a la valentía del bien, para construir el presente y el futuro de su país y de Europa. Encomiendo los frutos de mi visita a la Virgen del Buen Consejo, que se venera en el Santuario de Scutari, para que Ella continúe a guiar el camino de este pueblo-mártir. La dura experiencia del pasado lo arraigue siempre más en la apertura hacia los hermanos, especialmente los más débiles, y lo haga protagonista de aquel dinamismo de la caridad, tan necesario en el contexto socio-cultural de hoy. Quisiera que todos nosotros saludemos hoy a este pueblo valiente y trabajador que, en paz, busca la unidad.