I. Contemplamos la Palabra
Lectura del libro de Job 38,1.12-21;40,3-5:
Escúchame, Señor, que te llamo;
ten piedad, respóndeme.
Oigo en mi corazón: «Buscad mi rostro.» R.
Tu rostro buscaré, Señor,
no me escondas tu rostro.
No rechaces con ira a tu siervo,
que tú eres mi auxilio;
no me deseches. R.
Espero gozar de la dicha del Señor
en el país de la vida.
Espera en el Señor, sé valiente,
ten ánimo, espera en el Señor. R.
Sal 138 R/. Guíame, Señor, por el camino eterno
Señor, tú me sondeas y me conoces;
me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares. R/.
¿Adónde iré lejos de tu aliento,
adónde escaparé de tu mirada?
Si escalo el cielo, allí estás tú;
si me acuesto en el abismo, allí te encuentro. R/.
Si vuelo hasta el margen de la aurora,
si emigro hasta el confín del mar,
allí me alcanzará tu izquierda,
me agarrará tu derecha. R/.
Tú has creado mis entrañas,
me has tejido en el seno materno.
Te doy gracias, porque me has escogido portentosamente,
porque son admirables tus obras. R/.
Lectura del santo evangelio según san Lucas 10,13-16:
En aquel tiempo, dijo Jesús: «¡Ay de ti, Corozaín; ay de ti, Betsaida! Si en Tiro y en Sidón se hubieran hecho los milagros que en vosotras, hace tiempo que se habrían convertido, vestidas de sayal y sentadas en la ceniza. Por eso el juicio les será más llevadero a Tiro y a Sidón que a vosotras. Y tú, Cafarnaún, ¿piensas escalar el cielo? Bajarás al infierno. Quien a vosotros os escucha a mí me escucha; quien a vosotros os rechaza a mí me rechaza; y quien me rechaza a mí rechaza al que me ha enviado.»
II. Compartimos la Palabra
En la Primera Lectura, escuchamos a Dios respondiendo al silencio de Job. Dios se manifiesta como un ser superior, que no obra al azar, sino que lo conoce todo, de tal forma que merece la pena confiar en él. Así lo hace Job, que sigue callando y aceptando su voluntad.
En el Evangelio, Jesús se queja con cierta amargura de la falta de respuesta a su mensaje por parte de aquéllos que más obligación tenían de responder afirmativamente. Ya lo había dicho en otro momento: “Ningún Profeta es bien recibido en su casa” (Lc 4,24), él tampoco.
Mediadores y seguidores
Jesús ha querido que sus mediadores sean, como los discípulos, personas humanas, de carne y hueso, con todas las resonancias que esta humanidad lleva consigo de imperfección y debilidad. Podía haber decidido que, en lugar de ellas, fueran ángeles, incapaces de equivocarse, pero, con toda la estima que para él tenían los ángeles, no lo quiso así. Quiso personas humanas; en cuanto cabe, coherentes, sinceras, y como él, compasivas y misericordiosas.
Y, de tal forma defiende a estos mediadores, que se identifica con ellos y con ellas, “y quien los rechaza, rechazan a su Padre Dios, que lo ha enviado”. Estos mediadores, oí decir un día, “puede que sean mediocres artesanos, pero de un oficio inigualable, maravilloso”, la encomienda de Jesús al despedirse físicamente de nosotros.
Jesús nos pide serenidad. Se nos puede escuchar y se nos puede rechazar, igual que le sucedió a él. La reacción ya no debe ser pedir que baje del cielo fuego que haga justicia con los infieles, sino respeto, compasión, paciencia y misericordia. Lo nuestro –lo aprendimos de él- es sembrar y, si es posible, propiciar sol y lluvia a su tiempo.
“¡Ay de ti, Corozaín! ¡Ay de ti, Betsaida!” Porque después de todo lo que hizo Jesús en ellas, no se convirtieron. Exactamente lo mismo que había pasado con aquellos nueve leprosos que fueron curados, pero no pudieron ser salvados. Se necesita agradecimiento, gratitud; y para ser agradecidos, se necesita fe.
Gratitud, ingratitud
En Betsaida vivían y trabajaban Pedro, Andrés, Felipe, Santiago, Juan, entre otros muchos que oyeron a Jesús y le siguieron. Creyeron en él y, agradecidos, “bebieron su mismo cáliz”, respondiendo lo mejor que pudieron al encargo de Jesús. Pero, fueron la excepción. Hubo una gran mayoría que oyeron lo mismo que ellos, vieron los mismos milagros, pero no respondieron igual. ¿Qué es, entonces el agradecimiento, la gratitud que tanto agrada a Jesús?
Es una actitud que nos hace reconocer que hemos recibido algo, que alguien ha tenido un detalle con nosotros, y, en justa compensación, reconocemos el valor –no el precio- de los otros, lo que hacen por nosotros, y, quizá más importante, lo que significan para nosotros. Esta actitud es portadora de paz y de felicidad. María, en el Magnificat, se muestra feliz y con la autoestima muy alta, al agradecer al Señor lo que ha hecho con ella; Jesús, en un momento dado, feliz y contento también, exclama: “Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las revelado a los pequeños” (Mt 11,25). Esta es la actitud que tuvieron los discípulos de Betsaida: Pedro, Andrés, Santiago, Juan, etc., y la que no tuvieron aquellos que fueron testigos de los signos de Jesús y, en lugar de agradecerlo y convertirse, no lo hicieron, y Jesús no pudo menos de recriminarlo. ¿Y yo? ¿Reconozco lo que he recibido de Dios? ¿Lo agradezco, viviendo en proceso de conversión? ¿Qué me podría decir a mí el Señor?
Fray Hermelindo Fernández Rodríguez
La Virgen del Camino