Por Antonio García-Moreno
1.- DIOS DE NUESTROS PADRES.- Yahvé había estado siempre al lado de su pueblo, defendiéndolo, conservándolo, multiplicándolo. Era el Dios de los antepasados, el que los padres habían mostrado a sus hijos, el que las madres hebreas habían puesto en el corazón y en los labios de sus pequeños... El Dios de nuestros padres, ese que en nuestra tierra se ha reverenciado durante siglos, ese que nos ha dado a su Hijo como hermano y a María, la más agraciada mujer, como Madre.
A lo largo de toda su historia fueron llegando los pregoneros de Dios. Venían cargados con palabras bellas, encendidas palabras que animaban y llenaban el espíritu de paz, con deseos de ser mejores. Dios quería salvar a su pueblo. El peligro acechaba a la vuelta de cualquier esquina. Los enemigos se habían conjurado, tenían planes de aniquilación, ansias de reducir el gran templo en un montón de escombros.
Hoy también el enemigo está detrás de la puerta. Hoy también el fuego, más vivo que nunca, está en trance de llover sobre nuestros campos. Y por la ruta de los mares, por los azules caminos del cielo, cruzan armas terribles con destino a los pueblos en estado de guerra, con presagios siempre vivos de una hecatombe mundial... Y hoy también llegan hasta nuestras calles los pregoneros de Dios, los que predican la paz, los que llaman a la conversión, los que claman por la justicia, los que cantan la belleza del amor. Hoy también, el Dios de nuestros padres quiere salvar a su pueblo.
Despreciaban sus palabras, se burlaban de ellos. Y los perseguían, los encarcelaban, los mataban. Hablaban con desdén de los profetas de Dios. Sus palabras fueron ridiculizadas ante la risa de todos, se convirtieron en objeto de chistes y de cuentos burdos. Y el mensaje de Dios quedó obscurecido, apagado, reducido a un montón de palabras descoloridas. Y la ira de Dios, hasta entonces dormida, despertó bruscamente. Y las palabras de los mensajeros se volvieron cáusticas, hirientes, duras, salvajes: "Ruge Yahvé desde lo alto, desde su santa morada lanza su voz, ruge con fuerza contra el lugar de su pacto... Llega el estruendo hasta el extremo de la tierra, porque Yahvé abre el proceso contra las naciones, entra en juicio contra todo mortal; a los impíos los entrega a la espada".
Y el profeta sigue: "He aquí la desgracia que pasa de nación en nación y una enorme tempestad se desencadena desde los confines de la tierra. Y habrá aquel día víctimas de Yahvé de un extremo a otro de la tierra; no serán lloradas, ni recogidas, ni sepultadas; quedarán sobre la haz de la tierra como estiércol".
¡Oh, Señor, Dios todopoderoso, pronto a la misericordia y al perdón, detén tu ira! No permitas que la muerte cubra la tierra. Queremos oír a tus enviados, queremos escucharles, atenderles, hacerles caso antes de que sea demasiado tarde. Haz tú que el recuerdo triste de lo que pasó, y de lo que puede pasar, nos despierte de nuestra apatía y negligencia, encienda esta fe muerta que nos hace vivir adormilados, en un sopor peligroso.
2.- LA MAYOR PRUEBA DEL AMOR.- En el silencio de la noche, oculto en la oscuridad de las altas horas, Nicodemo se entrevista con Jesús, el joven Rabino de Nazaret cuya fama se va extendiendo rápidamente. Este hombre desciende desde la cima de su posición social --formaba parte del Sanedrín--, pregunta y escucha las palabras de aquel aldeano, el hijo de José el carpintero. Esta es la primera enseñanza que tendríamos que aprender de este pasaje evangélico: descender del pedestal en que a veces nos encaramamos, para escuchar con sencillez y humildad la palabra que nos viene de Dios a través, quizá, de otro hombre de menos categoría intelectual o social que nosotros.
Ante sus ojos se abre un panorama insospechado y grandioso, una doctrina nueva y vieja que comporta frutos de eternidad. Jesús le habla de un hecho que simboliza lo que ocurriría en el Calvario: lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. Y así es en efecto. La Cruz se levanta como insignia de victoria, lábaro de salvación, bandera de paz y de perdón que manifiesta a los cuatro vientos la mayor prueba del amor de Dios.
"Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna". Jesús también dirá que nadie tiene amor más grande que aquel que entrega su vida por el amigo. La crucifixión fue, sin duda, el gesto definitivo del amor de Dios que sufre en su carne el castigo de nuestro pecado.
Qué más podía hacer el Señor para mostrarnos su infinito amor, sus profundos y sinceros deseos de ayudarnos, de librarnos de las cadenas que realmente aprisionan al hombre, las del pecado. Miremos con fe ese signo de salvación, sepamos descubrir tras las llagas de Cristo crucificado la grandeza de su poder y los fulgores de su divinidad. Imitemos al buen ladrón que, contemplando a Jesús traspasado y vencido, supo descubrir al Rey del Universo y le rogó, quizá entre las burlas de los demás, que se acordara de él cuando llegara a su Reino. La respuesta de Jesús fue inmediata: En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso.