I. Contemplamos la Palabra
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Filipenses 2,1-4:
Si queréis darme el consuelo de Cristo y aliviarme con vuestro amor, si nos une el mismo Espíritu y tenéis entrañas compasivas, dadme esta gran alegría: manteneos unánimes y concordes con un mismo amor y un mismo sentir. No obréis por rivalidad ni por ostentación, dejaos guiar por la humildad y considerad siempre superiores a los demás. No os encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás.
Sal 130,1.2.3 R/. Guarda mi alma en la paz junto a ti, Señor
Señor, mi corazón no es ambicioso,
ni mis ojos altaneros;
no pretendo grandezas
que superan mi capacidad. R/.
Sino que acallo y modero mis deseos,
como un niño en brazos de su madre. R/.
Espera Israel en el Señor
ahora y por siempre. R/.
Lectura del santo evangelio según san Lucas 14,12-14:
En aquel tiempo, dijo Jesús a uno de los principales fariseos que lo había invitado: «Cuando des una comida o una cena, no invites a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a los vecinos ricos; porque corresponderán invitándote, y quedarás pagado. Cuando des un banquete, invita a pobres, lisiados, cojos y ciegos; dichoso tú, porque no pueden pagarte; te pagarán cuando resuciten los justos.»
II. Compartimos la Palabra
Manteneos unánimes y concordes con un mismo amor
Por muy querida para Pablo que fuera la comunidad de Filipo, eso no la hacía inmune a desencuentros y rivalidades que ponían en peligro su marcha armónica. El lenguaje que usa el apóstol bien dice de la confianza y cercanía que sentía por este grupo de creyentes, vivencia que le autorizaba a pedirles concordia y reconciliación. La vida comunitaria demanda transparencia y claridad en todos sus integrantes, que es otra forma de decir que sin verdad y humildad (¿no será lo mismo?) es imposible que fragüe la vida que se congrega en torno a un solo Señor, una sola fe y un solo bautismo. El nosotros fraterno pide algo más que normas de urbanidad y rutinas corteses, que tampoco sobran; la comunidad se construye en el nombre del Señor y con los recursos que demanda este gesto constitucional: vidas abiertas de corazón para crecer en el aprendizaje de llevar los unos las cargas de los otros, como forma más asequible de cumplir la Palabra de quien nos congrega y nos da su Espíritu: de unidad y de amor.
Dichoso tú porque no pueden pagarte
El camino hacia Jerusalén es cuesta arriba, y en la lentitud del paso que impone la pendiente hay tiempo para que el Maestro desgrane no pocas enseñanzas. Sus palabras, en esta ocasión, se trenzan en torno a uno de los principales fariseos que lo había invitado. Parecen palabras de un exquisito protocolo, sí, pero mucho más. Apunta a trazos del perfil no tanto del comensal cuanto del seguidor y buscador del Reino. Y no es la primera vez que en el Evangelio asistimos a la inversión de las situaciones, mensaje que puede sonarnos hoy a artificio, pero que es la entraña del Magnificat, la esencia de la vida entregada en la cruz, la más bella razón de ser de todo el que sigue a Jesús, el porqué de la elocuente caridad de Martín de Porres, la agenda de los misioneros asistiendo hasta morir a los que nadie atiende… ¿Recompensa de los que aceptan la provocación de este mensaje de contrastes? De tejas abajo, ninguna, todo lo contrario: son ignorados, no tienen fama, no ostentan los mínimos estándares de imagen y recursos…, pero el evangelio recuerda que el que actúe así siguiendo al Maestro recibirá la mayor recompensa posible, la misma Vida de Dios mismo.
Cuando Martín de Porres abría la mesa de su banquete servicial se encontraba con que la ocupaban en exclusiva pobres y enfermos; y el bueno de fray Martín dibujaba su mejor sonrisa al comprobar que, con estos hermanos que nunca podrían pagarle su fraterna acogida, renovaba la experiencia de Dios que cultivaba en la eucaristía y en la oración ante el crucificado, fuente en la que él se sentía cirineo con los crucificados de su mundo. Y vivía la felicidad del creyente porque no podían devolverle el favor, pero el Padre de la ternura nunca le abandonó.
Fr. Jesús Duque O.P.
Convento de San Jacinto (Sevilla)