Apertura del Año de la Vida Consagrada (I.N.Basílica de Guadalupe, México, D.F., 30 de noviembre de 2014)

Homilía de
S.E.R. MONS. CHRISTOPHE PIERRE
Nuncio Apostólico en México
Apertura del Año de la Vida Consagrada ( I.N.Basílica de Guadalupe, México, D.F., 30 de noviembre de 2014)

Me alegra celebrar junto con todos ustedes, queridas hermanas y hermanos, la Eucaristía, sacramento de unidad y de comunión con Cristo, con nosotros y con el mundo, bajo cuya luz nosotros abrimos el Año de la Vida Consagrada.

“Continuamente agradezco a mi Dios los dones divinos que les ha concedido a ustedes por medio de Cristo Jesús, ya que por Él los ha enriquecido con abundancia en todo lo que se refiere a la palabra y al conocimiento (...). Dios es quien los ha llamado a la unión con su Hijo Jesucristo y Dios es fiel”. Son palabras del Apóstol de las gentes que bien podríamos pensar estén particular y directamente dirigidas a todas y a todos ustedes.

¡Cuánto, en efecto, debemos agradecer al Señor por los dones que a lo largo de los siglos ha concedido a las diversas familias religiosas, y por ellas a la Iglesia misma! Son innumerables los hombres y mujeres que en la Vida consagrada han alcanzado y compartido la santidad que abraza a todo el hombre, siendo fieles al carisma recibido y vivido con pasión y radicalidad evangélica. Hombres y mujeres verdaderamente convencidos de que “Dios es fiel”; que supieron y lograron ayudar y hacer crecer eficazmente a la Iglesia mediante la atracción de su propio inconfundible testimonio (Cfr. Papa Francisco, Asamblea Nacional de la CISM, 7.XI.2014).

Hombres y mujeres que sin cortapisas han vivido radicalmente esa especial condición que, -como dice la Lumen Gentium-, “imita más de cerca y representa perennemente en la Iglesia el género de vida que el Hijo de Dios tomó cuando vino a este mundo para cumplir la voluntad del Padre, y que propuso a los discípulos que le seguían” (LG, 44), para que se dedicaran –puntualiza el Código de Derecho Canónico- “bajo la acción del Espíritu Santo”, “totalmente a Dios como a su amor supremo, para que entregados por un nuevo y peculiar título a su gloria, a la edificación de la Iglesia y a la salvación del mundo, consigan la perfección de la caridad en el servicio del Reino de Dios y, convertidos en signo preclaro en la Iglesia, preanuncien la gloria celestial” (CDC, c. 573 § 1).

Grande es, en verdad, la Vida Consagrada en la Iglesia. Ese particular género de vida, o mejor, ese especial “estilo de vida”, que el Hijo de Dios escogió al venir al mundo para cumplir la voluntad del Padre y dejó como propuesta a los discípulos que quisieran seguirle. Estilo de vida que se hace memoria viviente del modo de existir y de actuar de Jesús como Verbo encarnado ante el Padre y ante los hermanos. Estilo de vida que tiene su centro y fuente en la particular comunión de amor con Jesús, en la intimidad con Él que lleva a la progresiva identificación con Él, hasta asumir sus sentimientos, su manera de pensar, de discernir, de decidir y de actuar. Vida afianzada en Cristo, conducida por su voz y sostenida por su gracia para darse sin reservas al Absoluto. Porque de eso se trata: de dejar todo para ser propiedad exclusiva de Dios sin componendas, sin pretextos, sin resquicios, sin tiempos para sí mismo. Y todo en el seguimiento. Para ello se consagra y es consagrada la persona: para ser de Dios siguiendo a Cristo.

Seguir a Cristo, reencontrando así permanentemente el primer amor, el destello inspirador que dio inicio al seguimiento. Porque si amamos, es porque Él nos ha amado primero (Cfr. 1Jn 4, 10.19). Y es sólo el conocimiento de este ser objeto del amor infinito, que ayuda al consagrado a ser siempre y en toda circunstancia, siervo fiel.

En esta perspectiva, en continuidad con el impulso dado en el reciente pasado a la Vida Consagrada, particularmente con la Perfectae Caritatis y con la exhortación apostólica post-sinodal Vita Consacrata, la celebración de este año dedicado a la Vida Consagrada se presenta como providencial momento de gracia, en el que el Espíritu llama a toda religiosa y a todo religioso a dar razón de su ser y de su quehacer, aquí y ahora, desde la esperanza que no defrauda.

Les llama a volver al “primer amor”, poniendo decididamente “la propia existencia al servicio de la causa del Reino de Dios, dejándolo todo e imitando más de cerca la forma de vida de Jesucristo”; los llama a asumir con plena conciencia su “papel sumamente pedagógico para todo el Pueblo de Dios” (Juan Pablo II, Mensaje a la Plenaria de la C. para los Institutos de vida consagrada y Sociedades de vida apostólica, 21.09.2001).

También hoy, como en el pasado, a la Vida Consagrada se le presentan diversos retos o, -como dijo el Papa hace tres días a la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada y las Sociedades de Vida Apostólica-, “debilidades”, entre ellas: “la resistencia de algunos sectores al cambio, la disminuida fuerza de atracción, el número no irrelevante de abandonos -¡y esto me preocupa!, dijo. Luego, “la fragilidad de ciertos itinerarios formativos, el afán por las tareas institucionales y ministeriales, a menoscabo de la vida espiritual, la difícil integración de las diversidades culturales y generacionales, un problemático equilibrio en el ejercicio de la autoridad y en el uso de los bienes. Me preocupa, -añadió-, también la pobreza!”.

Por otra parte, no es posible negar que el relativismo ha también, de alguna manera, tocado la Vida consagrada. Hoy, -dijo el Cardenal Ratzinger en la homilía de la misa de inicio del Cónclave en el que fue elegido Obispo de Roma-, “tener una fe clara según el Credo de la Iglesia viene muchas veces etiquetado como fundamentalismo. Mientras el relativismo, el dejarse llevar “de aquí para allá por cualquier viento de doctrina”, aparece como la única forma adecuada a los tiempos actuales. Se constituye entonces una dictadura del relativismo que no reconoce nada como definitivo y que deja como última medida solo el propio yo y sus deseos”, y quien se atreve a ir en contra, es tachado de intolerante, anticuado y retrógrado.

En medio de este retador contexto, a la Vida consagrada urge “meter el vino nuevo en odres nuevos” para, a partir de ahí, salir al mundo, para anunciarle y ofrecerle el anuncio de la misericordia de Dios revelada en Jesucristo, y que nuestro mundo, a través de innumerables manifestaciones, está pidiendo a gritos silenciosos le sea proclamada y ofrecida. De aquí el reto para la Vida consagrada de vivir efectivamente su consagración con radicalidad evangélica, de acuerdo con el propio carisma.

Vivir esa radicalidad que, -como recientemente ha subrayado el Papa Francisco-, si bien debe caracterizar en formas diversas a todos los cristianos, para los religiosos asume la forma de testimonio de profecía. “El testimonio de una vida evangélica es lo que distingue al discípulo misionero y especialmente a los que siguen al Señor en el camino de la vida religiosa. Y el testimonio profético –precisa el Papa-, coincide con la santidad. La verdadera profecía nunca es ideológica, no está en contraste con la institución (...). La profecía es institucional, no sigue la moda: es siempre signo de contradicción según el Evangelio, como lo fue Jesús. Jesús, era un signo de contradicción para las autoridades religiosas de su tiempo: los jefes de los fariseos y de los saduceos, los maestros de la ley. Y lo fue también para otras opciones y propuestas: esenios, zelotes” (Papa Francisco, Asamblea Nacional de la CISM, 7.XI.2014).

“No queremos combatir batallas de retaguardia, de defensa, sino estar en medio de la gente” con la certeza de la fe en que Dios siempre hace que su Reino germine y crezca, dijo hace unos días al Papa Francisco el Presidente de los Superiores Mayores de Italia. Palabras bellas y sentidas, que el Papa Francisco quiso retomar y precisar: “Esto -dijo-, no es fácil, no es obvio, (porque, para ello, se) requiere la conversión; requiere, sobre todo, la oración y la adoración; y requiere compartir con el pueblo santo de Dios que vive en las periferias de la historia” (Papa Francisco, Asamblea Nacional de la CISM, 7.XI.2014).

Hay que partir “siempre de la oración”. “Pedir, como los Apóstoles en el Cenáculo, el fuego del Espíritu Santo. (Porque) sólo la relación fiel e intensa con Dios permite salir de las propias cerrazones y anunciar con parresia el Evangelio. Sin la oración nuestro obrar se vuelve vacío y nuestro anuncio no tiene alma, ni está animado por el Espíritu” (Papa Francisco, Audiencia general, 22.05.2013). Orar elevando los brazos al cielo, y también extendiendo las manos a los hermanos para vivir desde ahí la fraternidad: “signo” que la vida religiosa debe mostrar en una época en que la cultura dominante es individualista. Fraternidad, sin embargo, que -como enseña el Papa Francisco- “presupone la paternidad de Dios y la maternidad de la Iglesia y de la Madre, la Virgen María'” (Papa Francisco, Asamblea Nacional de la CISM, 7.XI.2014).

La convicción, por otra parte, de que la fe es la única respuesta salvadora para los hombres, debe ayudarnos a comprender que lo mejor que podemos ofrecer a la persona humana, es “la belleza de la fe y proponerla”. Someter al ser humano al olvido de lo que es más importante, constituiría un grave atentado contra el mismo hombre. Y lo principal, es que todos logren conocer y experimentar la certeza de que Dios los ama, de que no están solos, de que los acompaña con su gracia, con su misericordia, con su perdón.

Y entonces, no nos volvamos autorreferenciales, aferrándonos a ideas de moda: sintámonos y seamos Iglesia. Miremos siempre hacia arriba y hacia nuestro alrededor, tomando, día a día, de Aquel que se oculta en el Sagrario, la luz y la fuerza de la verdad para llevarla y entregarla como don a los hermanos, volviendo cada día a Él para entregarle los sudores, el cansancio, las tristezas y también las alegrías del caminar de nuestro seguimiento.

¡Atrévanse, por tanto, hermanas y hermanos, a actuar la renovación espiritual, carismática e institucional que el mismo Concilio ha pedido. ¡Atrévanse a salir de sí mismos para llevar a los otros “la dulce y confortadora alegría de Evangelizar” (Evangelii nuntiandi 80).

Pidiendo al Señor la parresia necesaria y la pasión apostólica que nos impulse a poner el “vino nuevo en odres nuevos”, a dar testimonio de fidelidad, radicalidad y fraternidad, y a llevar el nombre de Jesús en el seno de la Iglesia a todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo, encomendemos a la intercesión y a los cuidados maternos de Santa María de Guadalupe, el año de gracia que hoy iniciamos y toda nuestra vida, y pongámonos confiadamente en camino.

Amén.

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