El mundo entero, casa común

de Alberto Suárez Inda
Arzobispo de Morelia

Al dedicar este domingo nuestra oración por los migrantes, reflexionemos en el mensaje que nos ha dado el papa Francisco para esta jornada. “Hacia un mundo mejor” es el motivo principal por el que tantos hermanos dejan su tierra y emprenden la aventura de buscar otros horizontes.

Ese “mundo mejor”, nos dice el Papa, no puede consistir en un sueño inalcanzable, en una ingenuidad que acabe en frustración peor. Citando al Beato Pablo VI, se refiere a las aspiraciones que están en el corazón de todo ser humano: “verse libres de la miseria, hallar con más seguridad la subsistencia, la salud, una ocupación estable, una mejor instrucción, en una palabra: hacer, conocer y tener más para ser más”. Se trata de un legítimo deseo para sí mismos y sus familias.

Pero el mundo sólo puede considerarse mejor si la atención primaria se dirige a las personas, a su dignidad y promoción integral; no es suficiente que los gobiernos programen la macroeconomía, el crecimiento de cifras a nivel global, desinteresándose de los más débiles e indefensos, enfermos, niños y ancianos.

Es muy triste que quienes huyen de situaciones de miseria e inseguridad, encuentren frecuentemente rechazo, prejuicios y sospechas. Habrá casos, ciertamente, de gente abusiva, que es justo denunciar; pero en principio hay que suponer que la mayoría son personas bien intencionadas, honestas, que merecen respeto y la oportunidad de un trabajo para incorporarse a la comunidad.

El Papa subraya que el mundo entero es “casa común” en la que todos podemos y debemos reconocernos hermanos. El mismo Papa hace una exhortación a los países más favorecidos para que tengan “una generosa apertura, que en lugar de temer la destrucción de la identidad local, sea capaz de crear nuevas síntesis culturales… Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo” (El gozo del Evangelio, 210).

Los cristianos sabemos que la raíz más profunda de la dignidad del ser humano es que en cada persona está impreso el rostro de Cristo. El valor de todo ser humano no depende de criterios de eficiencia, de productividad, de clase social o de pertenencia a una etnia. Creados a imagen de Dios y redimidos por Cristo, los migrantes han de considerarse, no tanto como un problema que hay que afrontar, sino hermanos a los que hay que acoger, respetar y amar.

El corazón materno de María y el corazón atento de José, Custodio de la Sagrada Familia, inspiren a todos los migrantes la confianza de que Dios no los abandonará. La Iglesia, pueblo sin fronteras, ha de ser madre de todos y ha de enseñarnos que “cada tierra extranjera es nuestra patria, y nuestra patria es una tierra extranjera” para quienes peregrinamos hacia el Cielo.