Queridos hermanos y hermanas, queridos niños, queridos jóvenes ¡buenos días!
Desde hace ya dos semanas el Tiempo de Adviento nos ha invitado a la vigilancia espiritual para preparar el camino del Señor, Señor que viene. En este tercer domingo la liturgia nos propone otra actitud interior con la cual vivir esta espera del Señor, es decir, la alegría. La alegría de Jesús, como dice aquel cartel allí, en la plaza: “Con Jesús la alegría está en casa”. He aquí, nos propone la alegría de Jesús.
El corazón del hombre desea la alegría. Todos deseamos la alegría, cada familia, cada pueblo aspira a la felicidad. ¿Pero cuál es la alegría que el cristiano está llamado a vivir, está llamado a testimoniar? Es aquella que viene de la cercanía de Dios, de su presencia en nuestra vida. Desde cuando Jesús entró en la historia, con su nacimiento en Belén, la humanidad recibió el germen del Reino de Dios, como un terreno que recibe la semilla, promesa de la futura cosecha. ¡No es más necesario buscar en otro lugar! Jesús vino a traer la alegría a todos y para siempre. No se trata de una alegría solamente esperada o postergada al Paraíso: aquí en la tierra estamos tristes pero en el Paraíso seremos dichosos. ¡No, no! ¡No es ésta! Sino una alegría ya real y experimentable ahora, porque Jesús mismo es nuestra alegría, y nuestra casa con Jesús es alegre, como decía aquel cartel vuestro: “Con Jesús la alegría está en casa”. Y sin Jesús ¿hay alegría? ¡No!¡Bravo! Él está vivo y es el Resucitado y obra en nosotros y entre nosotros, especialmente con la Palabra y los Sacramentos.
Todos nosotros bautizados, hijos de la Iglesia, estamos llamados a acoger siempre nuevamente la presencia de Dios en medio de nosotros y a ayudar a los otros a descubrirla, o a redescubrirla en el caso de que la hubieran olvidado. Se trata de una misión bellísima, similar a aquella de Juan Bautista: orientar la gente a Cristo - ¡no a nosotros mismos! – porque es Él la meta hacia la cual tiende el corazón del hombre cuando busca la alegría y la felicidad.
De nuevo San Pablo, en la liturgia de hoy, indica las condiciones para ser “misioneros de la alegría”: orar con perseverancia, dar siempre gracias a Dios, secundar su Espíritu, buscar el bien y evitar el mal (cfr 1 Ts 5, 17-22). Si esto será nuestro estilo de vida, entonces la Buena Noticia podrá entrar en tantas casas y ayudar a las personas y a las familias a descubrir que en Jesús está la salvación. En Él es posible encontrar la paz interior y la fuerza para afrontar cada día las diversas situaciones de la vida, también aquellas más pesadas y difíciles. Nunca se ha escuchado de un santo triste o de una santa con cara de funeral. ¡Jamás se ha escuchado! Sería un contrasentido. El cristianos es una persona que tienen el corazón rebosante de paz porque sabe poner su alegría en el señor también cuando atraviesa los momentos difíciles de la vida. Tener fe no significa no tener momentos difíciles, sino tener la fuerza de afrontarlos sabiendo que no estamos solos. Y ésta es la paz que Dios dona a sus hijos.
Con la mirada dirigida a la Navidad ya cercana, la Iglesia nos invita a testimoniar que Jesús no es un personaje del pasado; Él es la Palabra de Dios que hoy continúa iluminando el camino del hombre; sus gestos – los Sacramentos – son la manifestación de la ternura, de la consolación y del amor del Padre hacia todo ser humano. La Virgen María, “Causa de nuestra alegría”, nos haga siempre dichosos en el Señor, que viene a liberarnos de tantas esclavitudes interiores y exteriores.