Vino como testigo, para dar testimonio de la luz (cfr. Jn 1, 6-8.19-28)

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

Vino como testigo, para dar testimonio de la luz (cfr. Jn 1, 6-8.19-28)
III Domingo de Aviento, ciclo B

El Obispo Edward Egan ordenaba en el Bronx a cinco diáconos de la Congregación fundada por la Madre Teresa, cuando un hombre ensangrentado entró gritando. Al terminar la Misa, un joven se ofreció a llevar al Obispo. En el coche le dijo: “Yo estaba en la Sacristía cuando llevaron al hombre ensangrentado. La forma en que la Madre Teresa, las religiosas y el Párroco lo atendieron fue maravillosa ¡Hicieron lo que Jesús enseña! Estoy ganando mucho dinero. Pero necesito formar parte de lo que he visto esta tarde. El dinero no basta. Necesito algo más”[1].

Este impacto, que invita a hacer la vida plena y a construir un mundo mejor, sólo puede ser causado por personas que aceptan el reto de ser testigos de la luz, como Juan el Bautista, enviado por Dios, “para que todos creyesen por medio de él”. “Yo no soy el Mesías –reconoció– “Yo soy la voz que grita en el desierto: Enderecen el camino del Señor”.

El Bautista, que como explica san Gregorio, “negó lo que no era, pero no negó lo que sí era”[2], con su oración, sus palabras, sus obras y su vida invitaba a todos a disponerse a encontrar a Dios, que en Jesús, ungido por el Espíritu Santo, viene a traer la buena nueva a los pobres, a curar a los de corazón quebrantado, a perdonar a los cautivos y a liberar a los prisioneros[3].

Sin embargo, a veces, arrastrados por una cultura superficial y confusa que hace mucha propaganda a la Navidad sin decir lo que es, perdemos identidad y terminamos celebrando una Navidad sin Navidad, dispersándonos en compras y diversiones, olvidando al que es origen y sentido de esta fiesta: Jesús

Así perdemos la buena noticia de la vida verdadera que Él ofrece. Los pobres se quedan sin la nueva de una vida digna. Los de corazón quebrantado siguen solos, sin sentido y sin esperanza. Los cautivos del egoísmo, el relativismo, el individualismo, el utilitarismo y las adicciones continúan su cautiverio. Los prisioneros de la injusticia, la inequidad, la corrupción y la violencia permanecen en esa mazmorra ¡Por favor, no nos condenemos a esta clase de existencia a nosotros mismos ni a los demás!

Quien encuentra a Cristo, comenta Benedicto XVI, “experimenta en el corazón una serenidad y una alegría que nadie ni ninguna situación le pueden quitar”[4]. Conscientes de lo que Él nos ofrece, enderecemos nuestra vida para recibirlo, orando, practicando lo bueno y absteniéndonos de todo lo malo, como aconseja san Pablo[5].

Así, viviendo con alegría nuestra identidad de discípulos misioneros de Cristo, ayudaremos a nuestra familia y a nuestra sociedad a enderezar el camino para recibir al Salvador, que, mostrándonos lo que es la vida y enseñándonos cómo se alcanza un desarrollo pleno y eterno para todos, hace maravillas en nosotros[6].


[1] EGAN Edward Michael, Homilía en la toma de posesión como Arzobispo de Nueva York, 18 de Junio de 2000.

[2] In Evang. hom 7.

[3] Cfr. 1ª. Lectura: Is 61,1-2.10-11.

[4] BENEDICTO XVI, Ángelus, 11 de diciembre de 2011.

[5] Cfr. 2ª. Lectura: 1 Tes 5,16-24.

[6] Cfr. Salmo responsorial, tomado de Lc 1.

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