María y José llevan al niño al Templo para consagrarlo al Señor (cfr. Lc 2, 22-40)

de Eugenio Andrés Lira Rugarcía
Obispo Auxiliar de Puebla y Secretario General de la CEM

Dios, que es amor, es único pero no solitario; es Padre, Hijo y Espíritu Santo ¡Es familia! Él nos ha creado a imagen suya. Por eso estamos hechos para la unidad con Él y con los demás; para vivir en familia y en sociedad, unidos en el amor. Sin embargo, el pecado nos encadenó al egoísmo que nos divide y nos confronta al hacernos relativistas, individualistas y utilitaristas. Pero Dios envió a su Hijo para rescatarnos del pecado, reunirnos en su familia la Iglesia, hacernos hijos suyos y hermanos de todos, y compartirnos su vida plena y eternamente feliz.

“Dios –comenta el Papa– quiso nacer en una familia… que experimentó dificultades, para que nadie se sienta excluido de su cercanía amorosa”[1]. Él está con las familias que padecen enfermedades, discapacidades, incomprensiones, pleitos, separación, adicciones, injusticias, pobreza, migración, violencia, lutos, y el acoso de una cultura que pretende imponer a todos modelos de vida egoístas y relativistas que llegan a negar la dignidad humana de los niños por nacer, les arrebatan la vida y promueven legislaciones para que nadie pueda impedirlo[2].

A pesar de las adversidades y persecuciones que tuvo que enfrentar, la Familia de Nazaret permaneció unida y salió adelante ¿Cómo? Dejándose acompañar y ayudar por Dios; escuchando y haciendo vida su Palabra, uniéndose a Él en el culto y la oración, y comunicando su alegría y su paz a los demás. Así lo vemos al contemplar a María y a José que, cumpliendo la Ley divina, llevan a Jesús al Templo para consagrarlo al Señor. Si queremos que nuestra familia permanezca unida y supere sus dificultades, también debemos unirnos a Dios.

Sin embargo, muchas veces, los primeros en ignorar a Dios son los papás; no conocen ni meditan su Palabra, no van a Misa, no se confiesan, no rezan y no dan buen ejemplo. Se preocupan –y no está mal– de que sus hijos estudien, aprendan algún idioma y hagan deporte; pero Dios y la Iglesia no “entran” en la “agenda” ¿Y cuáles son las consecuencias? Que al alejarnos de Dios se oscurecerse la verdad sobre la dignidad, derechos y deberes de toda persona, a la que terminamos viendo como un objeto de placer, de producción o de consumo que puede usarse y desecharse, sin importar si la condenamos a la soledad y la miseria.

Así, el matrimonio sufre peleas e infidelidades. Con los hijos la distancia se hace cada vez más grande. La relación con los papás se reduce a desconfianza y utilitarismo. Los hermanos se tratan como enemigos. Los abuelos, que critican todo afirmando que antes las cosas eran mejores, son relegados. La suegra y la nuera compiten para demostrar quién puede más. Entre cuñadas todo es chisme. El noviazgo se convierte en un destructivo juego de pasiones fuera de control. Y en la sociedad cunden la inequidad, la injusticia, la deslealtad, el robo, el secuestro, la violencia, la corrupción, la impunidad, la indiferencia, el abandono y la muerte.

¡Pero con Dios siempre hay remedio! Así lo reconoce Simeón, que iluminado por el Espíritu Santo proclama que Jesús es el Salvador enviado por el Padre para bien de todos. Él, que es la luz que alumbra a las naciones, nos enseña cómo restaurar lo destruido y dar fruto[3]: haciendo caso a Dios, que nos pide honrar a nuestros padres[4]; ser humildes, compasivos, generosos, afables y pacientes con todos; soportarnos y perdonarnos unos a otros; y poner por encima de todo el amor, que lleva a la unidad[5].

“Cuando en una familia no se es entrometido –comenta el Papa– y se pide «permiso», no se es egoísta y se aprende a decir «gracias», y uno se da cuenta que hizo algo malo y sabe pedir «perdón», en esa familia hay paz y hay alegría”[6]. Una paz y una alegría inquebrantables, como lo vivió la Madre de Dios, a la que Simeón predice que será atravesada por el dolor, ya que ella, como afirma san Agustín, fiada en el Señor, no dejó que la tristeza tomara asiento en su alma[7]. Si como María y José nos unimos a Dios en Cristo, seremos luz para nuestra familia, para las demás familias, para nuestra familia la Iglesia y para la gran familia humana, sin dejar que el desaliento ante las dificultades se instale en nuestra vida.


[1] Ángelus, 29 de diciembre 2013.

[2] FRANCISCO, Evangelii Gaudium, 213.

[3] Cfr. Sal 127.

[4] Cfr. 1ª Lectura: Eclo 3, 3-7. 14-17.

[5] Cfr. 2ª. Lectura: Col 3,12-21.

[6] Ángelus, 29 de diciembre 2013.

[7] Cfr. De quaest. novi et veteris Testamenti, cap. 73.