Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En nuestro camino de catequesis sobre la familia, después de haber considerado el papel de la madre, del padre, de los hijos, hoy es el turno de los hermanos. “Hermano”, “hermana” son palabras que el cristianismo ama mucho. Y gracias a la experiencia familiar, son palabras que todas las culturas y todas las épocas comprenden.
El vínculo fraterno ocupa un lugar especial en la historia del pueblo de Dios, que recibe su revelación en lo vivo de la experiencia humana. El salmista canta la belleza del vínculo fraterno, y dice así: “¡Qué bueno y agradable es que los hermanos vivan unidos! (Sal 132,1). Y esto es verdad, la hermandad es bella. Jesucristo ha llevado a su plenitud también esta experiencia humana del ser hermanos y hermanas, asumiéndola en el amor trinitario y potenciándola para que vaya más allá de los vínculos de parentela y pueda superar todo muro de ajenidad.
Sabemos que cuando la relación fraterna se arruina, cuando se arruina esta relación entre hermanos, abre el camino a experiencias dolorosas de conflicto, de traición, de odio. El relato bíblico de Caín y Abel constituye el ejemplo de este resultado negativo. Después del asesinato de Abel, Dios pregunta a Caín: “¿Dónde está tu hermano Abel?” (Gen 4,9 a). Es una pregunta que el Señor continúa repitiendo a cada generación. Y lamentablemente, en cada generación, no cesa de repetirse también la dramática respuesta de Caín: “No lo sé. ¿Acaso soy yo el guardián de mi hermano?” (Gen 4,9 b). Pero cuando se rompe la unión entre los hermanos, se transforma en una cosa fea, también mala para la humanidad. Y también en familia, ¡cuántos hermanos han peleado por pequeñas cosas o por una herencia y luego no se hablan más, no se saludan más! Pero esto es feo. La fraternidad es algo grande. Pensar que ambos, todos los hermanos han habitado en el vientre de la misma mamá durante nueve meses, ¡vienen de la carne de la mamá! Y no se puede romper la fraternidad. Pensemos un poco, todos conocemos familias que tienen hermanos divididos, que han peleado, pensemos un poco y pidamos al Señor por estas familias – quizás en nuestra familia hay algunos casos – para que el Señor nos ayude a reunir a los hermanos, a reconstituir la familia. La hermandad no se debe romper y cuando se rompe sucede lo que acaeció a Caín y Abel, cuando el Señor pregunta a Caín a dónde estaba su hermano: “No lo sé, no me importa de mi hermano”. ¡Esto es feo, es una cosa muy, muy dolorosa de escuchar! En nuestras oraciones recemos siempre por los hermanos que se han dividido.
El vínculo de fraternidad que se forma en familia entre los hijos, si sucede en un clima apertura hacia los demás, es la gran escuela de libertad y de paz. En familia, entre los hermanos se aprende la convivencia humana, cómo se debe convivir en sociedad. Quizás no siempre somos conscientes, ¡pero es precisamente la familia que introduce la fraternidad en el mundo! A partir de esta primera experiencia de fraternidad, nutrida por los afectos y por la educación familiar, el estilo de la fraternidad se irradia como una promesa sobre la sociedad entera y sobre las relaciones entre los pueblos.
La bendición que Dios, en Jesucristo, derrama sobre este vínculo de fraternidad, lo dilata en un modo inimaginable, haciéndolo capaz de superar toda diferencia de nación, de lengua, de cultura e incluso de religión.
Piensen en lo que se convierte el vínculo entre los hombres, aún muy diferentes entre sí, cuando pueden decir de otro: “¡Él es como un hermano, ella es como una hermana para mí!” Esto es bello, ¡es bello! La historia ha demostrado suficientemente, además, que incluso la libertad y la igualdad, sin la fraternidad, pueden llenarse de individualismo y de conformismo, también de interés.
La fraternidad en la familia brilla de modo especial cuando vemos la atención, la paciencia, el afecto del cual están rodeados el hermanito o la hermanita más débil, enfermos o discapacitados. Los hermanos y hermanas que hacen esto son muchísimos, en todo el mundo, y tal vez no apreciamos lo suficiente su generosidad. Y cuando los hermanos son muchos en familia – hoy saludé una familia, allí, que tiene nueve hijos: el mayor, o la mayor, ayuda al papá, a la mamá, a cuidar a los más pequeños. Y esto es bello, este trabajo de ayuda entre los hermanos.
Tener un hermano, una hermana que te quiere es una experiencia fuerte, impagable, insustituible. Lo mismo sucede con la fraternidad cristiana. Los más pequeños, los más débiles, los más pobres deben enternecernos: tienen “derecho” a tomarnos el alma y el corazón. Sí, ellos son nuestros hermanos y como tales debemos amarlos y tratarlos. Cuando sucede esto, cuando los pobres son como de casa, nuestra propia fraternidad cristiana vuelve a tomar vida. Los cristianos, de hecho, van al encuentro de los pobres y de los débiles no para obedecer a un programa ideológico, sino porque la palabra y el ejemplo del Señor nos dice todos somos hermanos. Éste es el principio del amor de Dios y de toda justicia entre los hombres. Les sugiero una cosa: antes de finalizar, me faltan pocas líneas, en silencio cada uno de nosotros, pensemos en nuestros hermanos, en nuestras hermanas, pensemos en silencio y en silencio desde el corazón recemos por ellos. Un instante de silencio.
He aquí, con esta oración hemos traído a todos los hermanos y hermanas, con el pensamiento, con el corazón, aquí a la plaza para recibir la bendición. Gracias.
Hoy más que nunca es necesario volver a llevar la fraternidad al centro de nuestra sociedad tecnocrática y burocrática: entonces la libertad y la igualdad también tomarán su entonación justa. Por eso, no privemos con ligereza a nuestras familias, por temor o por miedo, de la belleza de una amplia experiencia fraterna de hijos e hijas. Y no perdamos nuestra confianza en la amplitud de horizonte que la fe es capaz de sacar de esta experiencia, iluminada por la bendición de Dios. Gracias.
(Traducción del italiano: María Cecilia Mutual, Griselda Mutual - RV)