Cuando Cristo nació entre los hombres, dice la historia que reinaban sobre la tierra hombres criminales como: Tiberio, Druso, Agripa y César Augusto, los cuales gracias a sus acciones bélicas, habían obtenido un período de paz conocido históricamente como “Pax Romana o Pax Augusta”. Roma, alcanzaba en ese tiempo su máximo esplendor y resplandecía como máscara sonriente de un imperio feliz. Casi la totalidad del mundo conocido, había caído bajo las garras del águila imperial. Los vencidos van a llenar las bodegas de las galeras y con los pies engrillados deberán accionar los remos de las naves conquistadoras y conquistadas. Roma siempre saca partido de las acciones bélicas. Roma era la universalizadora de los pueblos; era el encuentro de las naciones; era el intercambio geográfico y étnico; como también de los idiomas y costumbres. Unificaba la expresión militar y administrativa de los pueblos; uniformizaba las costumbres; divulgaba filosofías, cosmopolitizaba a los individuos; sintetizaba y totalizaba a la humanidad. En el seno de esa masa compleja de donde salían tanto gladiadores y legionarios, como magistrados y tribunos militares pero tras esa máscara burlona, florecía toda clase de perversidades y se desarrollaban todas las degeneraciones del placer y corrupción. Era una época de grandeza y esplendor; era el siglo del César Augusto, el mayor burócrata del mundo. El cual contemplando el mapa del imperio, mando hacer un censo decretando el empadronamiento y prescribiendo que cada súbdito tiene el deber de dar su declaración en la ciudad de su nacimiento. Obligando así a un remoto y obscuro descendiente del gran rey David, llamado José y a su esposa María a ir de Nazaret a Belén a empadronarse. Aquél pagano sin saberlo, es el medio con el cual se van a cumplir los sagrados textos pronunciados quinientos años antes por el profeta Miqueas, profetizando la grandeza de Belén porque de allí saldría el Jefe que pastoreará a Israel. Y siete siglos antes, Isaías anticipaba el nacimiento del: Príncipe de la paz. Paz que chocaría inevitablemente con la paz romana. Esta, era una paz de vencedores y vencidos; la de Cristo una paz de hermanos y de amor y justicia.
Obedientes a la voz caprichosa y orgullosa del César, José y María emprenden el camino hacia Belén. Era el mismo camino que María había recorrido meses atrás. Pero ahora es todo distinto. Entonces predominaba el júbilo, ahora el centro era el misterio. Ahora María llevaba una preciosa carga, pero que no por eso hacía menos fatigosa la marcha, ya que se encontraba en el último período de la gravidez. Esta región pastoril donde Jacob lloró la muerte de su esposa amada Raquel, tiene una suavidad tranquila, porque el invierno según dicen los que conocen esos rumbos, no es la muerte de la naturaleza, siempre hay bosquecillos de verdes árboles que alegran el paisaje; una vegetación alimentada por las lluvias otoñales tapiza los collados y flores tempranas lo alegran con sus vistosos colores. Después de cansadas jornadas por la escarpada ladera avistaron Belén; que no es el nevado que conocemos en nuestros nacimientos con pastores que se calientan en torno a rojas hogueras de celofán. Belén de la realidad no es el de nuestros sueños. Lo que vieron José y María, fue un pequeño poblado con unas pocas casas apiñadas sobre un cerro y dicen los historiadores que parecían como un grupo de monjas asustadas. Cuando llegaron a Belén dice el texto evangélico que no había sitio para ellos; pero no tanto por su pobreza. Se dice que en Oriente nunca se cierra una casa al extranjero, mucho menos a los amigos y parientes. Lo que más bien parece es que la posada oriental, es simplemente un patio cuadrado, con una cisterna en torno a la cual se amontonan las bestias y alrededor hay cobertizos en los que duermen los viajeros, sin otro techo que el cielo. Una hospitalidad de esa naturaleza si hubieran podido encontrar. Pero ellos más que una comodidad buscaban soledad; para lo que se aproximaba. Había, un poco fuera del poblado, grutas abandonadas que se usaban para guardar el ganado y a una de ellas se dirigieron y estando allí, se cumplieron los días de su parto y dio a luz a su Hijo Primogénito y lo envolvió en pañales, y lo recostó en el pesebre. En el silencio de Noche solitaria nació el que es la Palabra Eterna, como un infante que no sabía hablar; era el Creador del sol, pero tiritaba de frío y precisaba del aliento de un buey y de una mula. Había cubierto de hierba los campos, pero El, estaba desnudo. Pero así es; la Divinidad está, donde menos se espera encontrarla. Estaba allí, como un torrente de alegría en aquel recién nacido.
Hoy una vez más, nos estamos preparando para celebrar este acontecimiento. Pero la fiesta de Navidad es algo más que un conmovedor aniversario de ese humilde nacimiento que tuvo lugar hace más de veinte siglos en una gruta calcárea que de establo pasó a ser clínica de la maternidad divina y la primera Catedral del Divino Salvador, Belén por el nacimiento de Cristo, se convirtió en un eslabón entre el cielo y la tierra; Dios y el hombre por primera vez se encontraron allí y se miraron cara a cara. Belén es el punto de partida del “Gran Amor Divino”. Allí empieza la obra redentora, que culminará al subir Jesús a lo alto de los cielos para estar a la derecha del Padre, después de haber pasado por el patíbulo de la cruz. Navidad significa salvación, liberación. Navidad es ya incluso nuestra propia glorificación en Cristo; Él se encarnó para hacernos partícipes de su divinidad. Es el fin de la historia humana, punto de convergencia hacia el cual tienden todos los deseos de la historia y de la civilización; centro de la humanidad, gozo del corazón humano y plenitud de sus aspiraciones. Procuremos por lo mismo, no frivolizar la Navidad. Hacerlo sería jugar a creernos creyentes, pero evitando el riesgo de tomar en serio el mensaje navideño. Queremos un Dios como el sol: lo suficientemente lejos, para que sólo nos llegue su agradable calor; pero que no esté cerca porque no lo soportamos por las quemaduras que produce, y deliberadamente nos colocamos de espaldas a su luz, que sin ser cegadora es iluminadora y disipadora de las tinieblas del error y del pecado. Celebremos esta fiesta de fe y de amor, como es la Navidad, sin infantilismos, para no confundir la fe puramente histórica, con la fe sobrenatural. No nos quedemos respecto a este acontecimiento trascendental, únicamente en el plano piadoso y folclórico olvidando la realidad redentora y pedagógica que tiene. Dios se hace hombre, para enseñarnos a ser y a vivir como Hijos de Dios; y para que nos amemos unos a otros como hermanos. No olvide que no tenemos derecho a pedir un mundo mejor, si no comenzamos nosotros mismos a ser mejores. Es tiempo de hacer un compromiso de reforma interior y de acción apostólica. Que siempre haya en nuestra vida esa alegría y paz que anunciaron los ángeles en aquella noche serena y santa en la que Dios entró al mundo de los hombres. El Divino Redentor asume la naturaleza humana, para entrar en el camino del dolor Salvador. Y haciéndose pequeño asume la miseria y el sufrimiento redentor. Con su nacimiento Cristo Jesús, empieza el camino hacia la cruz. Pensemos en este fin, para celebrar la Navidad con: fe, alegría y gratitud. Porque su presencia entre nosotros es: Amor, esperanza y salvación. Reflexionemos en estos temas y vivamos la -Navidad- en forma alegre, pero alegría cristiana. Porque su nacimiento es la epifanía del amor de Dios, para la humanidad. Asista con su familia a las celebraciones litúrgicas de este hecho histórico. ¡Arriba y adelante!