Nunca se me ocurrió preguntarle qué es lo que iba diciendo, pero sí me daba cuenta de que mi mamá movía los labios y murmuraba algo muy quedito mientras nos daba, a cada uno de mis hermanos y a mí, su bendición, e iba trazando con sus dedos una pequeña cruz sobre nuestra frente, otra sobre nuestros labios, otra sobre nuestro pecho y luego al final la grande que iba de la frente al pecho, de un hombro al otro. Nos la daba cada vez que íbamos a salir de casa y antes de irnos a dormir (y a sus 93 nos la sigue dando porque las mamás nunca nos dejan de bendecir).
Fue ya de adulta cuando en una plática con una amiga, ella comentó las palabras que su mamá pronunciaba cuando les daba a ella y a sus hermanos su bendición. Eso despertó mi curiosidad, le pregunté a mi mamá cuáles decía ella y resultó que eran ¡exactamente las mismas palabras! Eso me desconcertó, ¿cómo es que ambas mamás coincidían si ni se conocían? Entonces, preguntando aquí y allá descubrí que muchas mamás usan esas mismas frases, que aprendieron de sus mamás, éstas de sus abuelas y así por generaciones. ¿Cuáles son y de dónde las sacaron? Lo descubrimos en la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Num 6, 22-27). En ella vemos que Dios prácticamente le dicta a Moisés las palabras que se deben usar para bendecir a Su pueblo: “Que el Señor te bendiga y te proteja; haga resplandecer Su rostro sobre ti y te conceda Su favor. Que el Señor te mire con benevolencia y te conceda la paz” (Num 6, 24-26). Y al terminar de decirlas le promete bendecir a quienes invoquen así Su nombre. Con razón esta manera de bendecir goza de tanta popularidad, claro, así como no hay mejor oración que la del Padrenuestro porque el propio Jesús nos la enseñó, no hay mejor bendición que ésta con la que el propio Dios nos invita a invocarlo. Y resulta muy significativo que en ella no nos anima a pedirle las cosas que muchos suelen considerar valiosas, como salud o una larga vida, o dinero o poder, sino lo que realmente necesitamos: Que nos bendiga, es decir que derrame en nosotros Su amor y Su gracia, la que vamos necesitando momento a momento para enfrentar lo que nos toca vivir. Que nos proteja, sí, que nos guarde de todo mal y nos libre de caer en las tentaciones, porque como dice san Pedro, el diablo anda como león rugiente buscando a quién devorar (ver 1Pe 5,8). Que haga resplandecer Su rostro sobre nosotros, es decir que Aquel que es la Luz ilumine nuestro camino, especialmente en estos tiempos en que nos envuelve la oscuridad de la violencia, la injusticia, la falta de fe. Que nos conceda Su favor, que no es que nos haga ‘un favor’, sino que nos dé lo que desde Su sabiduría y misericordia, considere que será mejor para nuestra salvación. Que nos mire con benevolencia, que es realmente la manera como nos suele mirarnos Él, que se definió a Sí mismo como “compasivo y clemente, paciente, misericordioso y fiel” (Ex 34,6). Y por último, pero no por ello menos importante, que nos conceda la paz, esa que necesitamos tanto, no sólo en nuestro mundo, en nuestro país, sino en nuestra familia, en nuestro corazón. La paz que nos permite renunciar a la venganza y abrirnos al perdón; la paz que nos mantiene serenos aun en la enfermedad o ante la muerte de un ser querido; la paz que nos aquieta el alma y nos permite percibir y disfrutar los dones que Dios nos da.
Como se ve, es la bendición perfecta y queda claro por qué tantas mamás recurren a ella para bendecir a sus hijos (y me parece muy bello que se proclame en la Liturgia en este día en que celebramos la Solemnidad de Santa María, Madre de Dios, porque segurito que ella, que es también Madre nuestra, la usa para interceder por nosotros), y quisiera proponer que no te conformes con recibirla de mamá o papá o darla a hijos o nietos, sino que la conviertas en una plegaria tuya, con la que cada día te encomiendes y encomiendes a tus seres queridos a Dios, pidiéndole: “Señor: bendícenos y protégenos; haz resplandecer Tu rostro sobre nosotros y concédenos Tu favor. Míranos con benevolencia y concédenos la paz.”