Haz una lista, mental o escrita, como prefieras, de cinco cosas buenas que sepas hacer bien, cinco aptitudes tuyas. Y no vayas a salir con que no tienes ninguna, porque Dios a todos nos las ha dado, a nadie ha dejado sin nada. No te quiebres la cabeza, pueden ser cosas tan sencillas como tener habilidad para reparar algo que se descompone en la casa, o para cortar el pelo o para coser o para jugar un juego de mesa.
Luego que tengas la lista, dale una leída, o releída, al Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Mt 25, 14-30), porque trae una indicaciones muy claras acerca de lo que debes hacer con tus aptitudes. En él Jesús narra una parábola acerca de un hombre que antes de salir de viaje, “llamó a sus servidores de confianza y les encargó sus bienes”, dándole a cada uno un cierto número de talentos según la capacidad de cada cual (el talento era una moneda, pero para este caso conviene considerar que la palabra también significa ‘aptitud’). A uno le dio cinco, a otro dos y a otro uno. Tardó mucho tiempo en regresar, pero cuando lo hizo, los llamó a cuentas. Los dos primeros le reportaron que habían trabajado lo que les dio y le devolvieron el doble. El tercero le regresó lo mismo que le había dado, pues se limitó a esconderlo en un hoyo en la tierra (y tal vez se lo devolvió sucio y oxidado). A los dos primeros los felicitó cálidamente, les prometió confiarles cosas “de mucho valor” y a cada uno le dijo: “entra a tomar parte en la alegría de tu señor”. En cambio al tercero lo reprendió duramente, lo llamó inútil, y mandó que lo arrojaran a las tinieblas y que dieran su talento al que había hecho rendir más los que le había encomendado.
De esta parábola se puede deducir, en primer lugar, que un día el Señor te pedirá cuentas de lo que hiciste con lo que te confió. Y en ese sentido, estás a tiempo para revisar tu lista y preguntarte si estás ejerciendo o desperdiciando esas aptitudes, y si acaso has dejado alguna (ojalá no todas) en el olvido, considera que Dios no te las dio para arrumbarlas sino para aprovecharlas y proponte hacer algo al respecto; no querrás que te pase lo mismo que al que enterró su talento en un agujero. En segundo lugar, queda claro que no te regaló tus dones, sólo te los encomendó. Fíjate como ninguno de los tres le dijo: ‘pues yo me apropié de lo que me entregaste y como es mío hice con ello lo que se me pegó la gana y ni te lo regreso ni te doy explicaciones’, no. Los tres le devolvieron todo, en tácito reconocimiento de que sabían muy bien que no eran los dueños sino los administradores. Y en tercer lugar, que Él espera que dupliques lo que te dio. ¿Cómo? Invirtiéndolo en un banco que se llama caridad. ¿A qué me refiero? A que por lo general se tiene la idea de que el primer objetivo de usar los propios dones es el propio beneficio, por ejemplo, conseguir el sustento propio y de la familia. Y aunque no se puede negar que es lógico y positivo que la gente gane dinero haciendo lo que se le da mejor, y así, por ejemplo, quien tiene muy buena sazón sea cocinera, el que maneja muy bien sea taxista y el que tiene muy buena voz sea cantante, no debes olvidar que Dios te dio tus dones para que edifiques Su Reino con ellos, para que los ejerzas no sólo para tu propio bien y el de tu familia, sino para hacer bien a otros, especialmente a los necesitados. Y así, por ejemplo, de vez en cuando la cocinera puede cocinar en un centro de asistencia, para que quien lo atiende, descanse; el taxista puede llevar gratuitamente a algún vecino sin empleo; el que sabe reparar cosas quizá puede echarle la mano a alguna vecina viejita que no tiene quién cambie un foco o tape una gotera; quien sabe cantar o jugar puede ir a un hospicio a entretener y alegrar a alguien al que nadie visita.
Poner los propios dones al servicio de los demás no sólo es un deber, sino es satisfactorio, algo que todos, chicos y grandes, podemos hacer, y, sobre todo, es la única manera de devolverle a Dios el doble de lo nos confía y empezar a participar, ya desde ahora, de Su alegría.
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