La Iglesia Cristiana Católica, vive hoy en forma especial el suceso histórico de Pentecostés. Este acontecimiento cierra el ciclo litúrgico de la redención ya que la misión del Espíritu Santo constituye el último acto de Cristo como Redentor de la Humanidad. Este hecho es de enorme trascendencia para el Nuevo Pueblo de Dios, porque es ahí en donde tiene su origen el punto de arranque del dinamismo salvífico de la Nueva Alianza, como algo universal, visible y perpetuo. Es en Pentecostés en donde nace el Nuevo y definitivo Pueblo de Dios, como una comunidad de creyentes, con responsabilidad testifical: “Serán mis testigos”. El testimonio es un encargo de Cristo a su Iglesia para realizar la misión evangelizadora que le ha confiado. Deben hablar a los demás de lo que han visto y oído de Jesús, cuya vida entera fue éxodo redentor y Pascua salvífica. En Pentecostés empiezan a ser realidad las palabras de Jesús: “ME HA SIDO DADO TODO PODER EN CIELO Y EN LA TIERRA; VAYAN Y ENSEÑEN A TODAS LAS GENTES, BAUTIZANDOLOS EN EL NOMBRE DEL PADRE Y DEL HIJO Y DEL ESPIRITU SANTO. YO ESTARE CON USTEDES HASTA EL FIN DEL MUNDO”. Reivindicando un derecho supremo y universal, por el cual a nadie tienen que pedirle permiso, para la difusión de su mensaje, y no habiendo ninguna otra autoridad superior a la de Jesús, con reales facultades les da una orden a aquellos seleccionados y a sus sucesores y les otorga plenos poderes que tumban toda barrera que obstaculice la continuación de la obra de Jesús. Pero como es tarea que supera a las simples fuerzas humanas, les promete su asistencia, que les ayudará en medio de las dificultades y fatigas que siempre tendrán. Pero no deben desanimarse; sino llenarse de valor, gracias a la presencia del Espíritu Santo y cumplir con la misión encomendada.
La Iglesia, es signo de la presencia de Jesús entre los hombres. Tiene una mística identidad con El. “Como el Padre me envió, así también los envío yo a ustedes”. Jesús fue enviado al mundo por el Padre, para que el mundo tuviera vida abundante. Y Jesús envía a la iglesia con idéntica misión, de hacer llegar a todos los hombres, sin ninguna excepción de raza, lugar o profesión los frutos divinos de la Redención. El evangelio deberá fomentar al hombre todo: en sus valores, estructuras y en sus actividades políticas y sociales, transformando las realidades terrenas, para que sean éstas, un medio que ayude al hombre a labrarse su destino eterno. Por esa misión específica de la Iglesia, ésta y el mundo, no son dos realidades, que se tocan por yuxtaposición, o simplemente como elementos paralelos que se proyectan a manera de vía férrea. Ambas realidades se distinguen y nunca podrán confundirse; pero jamás serán dos realidades antagónicas. Simple y sencillamente son dos aspectos de una misma realidad que es el hombre. La Iglesia ha sido enviada al mundo, como su Divino fundador y no puede separarse de él: aunque distinta, debe vivir inmersa en él; y como madre que es, deberá engendrar a los hombres a la vida sobrenatural y desarrollarla; y como maestra que es, tiene algo que enseñar al hombre, quiera éste escucharlo o no. Debe trasmitir y exponer la palabra evangélica con autenticidad y no olvidar que a quienes debe evangelizar son hombres de carne y hueso, que viven en este mundo temporal, no como simples espectadores impersonales, sino que son parte de él, para cultivarlo y humanizarlo, en todas sus dimensiones y conducirlo hasta la cumbre de la santidad. Por ser la Iglesia enviada al mundo, en ningún momento puede ser APOLITICA, sino todo lo contrario, Política, en su sentido más genuino y auténtico, porque debe acompañar a los hombres, en las situaciones concretas de la vida individual, social y política.
Nada de lo que a éstos les suceda, le es indiferente. No puede permanecer en silencio, respecto a los problemas humanos encuadrados dentro de la ética. Su misión evangelizadora implica, la defensa y promoción de la persona y de los derechos que de la misma se derivan. Y aunque no de soluciones técnicas y concretas, en lo político, económico o social, si debe denunciar las estructuras opresivas del hombre y protestar contra todo egoísmo a nivel de grupo y a nivel internacional.
En este Domingo de Pentecostés, en el que vivimos una vez más, el nacimiento de la Iglesia que es el Nuevo Pueblo de Dios, debemos pensar que al hablar de la responsabilidad, de transformar al mundo, que tiene la Iglesia; es responsabilidad personal de todos y cada uno de los Cristianos porque todos y cada uno constituimos la Iglesia. No podemos evadir nuestra responsabilidad personal, dejando todo, o acusando a la jerarquía eclesiástica, como si ellos, (el Papa, los Obispos y Sacerdotes) solos formaran la Iglesia. Todos y cada uno somos responsables de esta transformación Cristiana del Mundo. Con un Pentecostés renovado, que impulsa al hombre hacia la santidad, nada lo detendrá, como nada detuvo a los apóstoles, hasta entonces paralizados por el miedo, porque el Espíritu Santo es la corriente dinámica y fuerza victoriosa, que nos impulsa a la restauración de las estructuras humanas y a una santificación del mundo. Ya que la enseñanza de Cristo, no es ciencia fría, sino vida y acción. No basta oír, sino que es necesario obrar. El mundo entero ha de ser la perspectiva esencial de nuestra condición de enviados. Hay que salvarlo codo a codo, comprometidos, aunque esto, conlleve riesgo y peligro. Pero el Espíritu Santo dará la fortaleza necesaria, para cumplir con la misión. Solamente los estériles, no quieren comprometerse, ni aceptar responsabilidades. ES EL AMOR QUE NOS COMPROMETE. Y el Espíritu Santo es amor; por eso es la fuerza que nos empuja a salvar al mundo. Y nos convierte en fermento que nos compromete a impregnar el ambiente social en el que se viva; y sanear todas sus estructuras. Debemos procurar que sea eficaz su venida, porque Él quiere rescatarnos de todo lo que nos degrada y envilece. Y como fuente de santificación, quiere perfeccionarnos en nuestra vida espiritual y nos ayuda con sus siete dones. Conservemos en nosotros su presencia, porque sin ella nuestras obras, serán perjudiciales e inútiles para tener la vida eterna. Pero como principio y fuente de Santidad, nos da un santo ardor por la virtud y si aprovechamos sus dones; las cruces, los sufrimientos, adversidades y demás, pierden su amargura y se convierten en méritos para tener la vida eterna. No apaguemos su presencia en nosotros, ni menos lo arrojemos. Por el contrario, agradezcamos su presencia y como los apóstoles, llenos de ardor, vivamos con la palabra y con el ejemplo, el mensaje evangélico, para que llegue por lo menos a toda nuestra comunidad. ¡Arriba y adelante! Porque El, nos envía como aires primaverales sus siete dones. Felices los seres humanos que dan hospedaje a este: ¡DIVINO HUESPED! Porque están: iluminados, santificados, fortalecidos y consolados, durante la vida temporal, que está llena de problemas. Y después estarán en el cielo.